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Carlos Herrera  
El Semanal, 13 de marzo de 2005
Dos gallegos en La Habana

Son capaces, con todo, de dar vida a esa vieja dama que es su ciudad  

Uno de aquellos dos gallegos lo era de nacimiento; el otro, aun de llamarse varias veces Regueiro, había visto las primeras luces asomarse más allá de la habanera fortaleza de El Morro poco después de que sus padres acudieran a la llamada cubana del futuro. El nacido en Galicia había partido en un capazo con la inconsciente edad de dos años y sólo había vuelto setenta años después, en una de esas tardías llamadas de la sangre en las que se escenifica el choque amargo de los acentos y se renueva el parentesco en generaciones enteras que brotan, desconocidas, más allá de lo que fueron los territorios de uno. El habla de ambos era rotundamente cubana, su única realidad conocida; la memoria de la sangre, en cambio, llevaba escrito el nombre de Galicia. Y allí estaban, en los restos del exuberante Centro Gallego de La Habana, en la pequeña habitación que, cosida a sus cosas, les había dejado la llamada revolución después de haberse apropiado del edificio y de haberlo, pacientemente, desmochado. «Ven acá, muchacho, y atiende lo que te voy a decir: aquí nos tienen metidos como a los guajiros en un bohío.» Todo es posible en la desvencijada Habana de los sueños. Manuel Fraga y su Xunta de vez en cuando se acuerdan de ellos y les mandan un boletín oficial de noticias gallegas, pero poco más. Tanto esplendor pasado se quedó en una secuencia de armarios cerrados en los que amagar fiestas del pasado. Todo se derrama en una lenta cascada de impotencias, todo. Hubo un tiempo en el que el miedo y la complicidad atenazaban las bocas, pero ya ni siquiera las amenazas de la dictadura perfecta logran silenciar el desconsuelo de un pueblo sometido a toda clase de perversidades, a toda clase de privaciones, a toda clase de humillaciones. «Si hubiera sitio en esa maleta, me metía ahí y me marchaba.» No hay nada que hacer, ningún lugar a donde ir, nada que permita progresar, crecer, hacerse grande; todo se resume a ver pasar los días en la esperanza de que el de mañana no sea peor que el de hoy y de que el chivato de la esquina no haya intuido ningún mohín de contrariedad en el gesto. Llegó el Comandante y mandó a parar. «Llegó el Comandante y mandó a matar», como escribía el Cabrera Infante recientemente desaparecido, narrador de naufragios, narrador de exilios. Cuba, definitivamente, es un barco a la deriva.

Los dos gallegos evocaban un tiempo en el que el viento no era avinagrado y en el que no había noches sin campanas. Una repulsión incoercible les llevaba a detestar a quienes les habían sumido en el abandono y despojado de todas sus cosas. Ramón conservaba pasaporte español –no había nacido en La Habana– y podría hacerse con un hueco en la lejana Galicia de sus padres, pero con ochenta y dos años, dos hermanos viejos como él y sin nadie a quien acudir, difícilmente podía pensar en aventuras transatlánticas. Domingo, que había sido gordo como Lezama y que, como Lezama, creyó que aquella revolución iba a ser un «acontecimiento auroral», lleva años sosteniendo que la paradoja castrista estriba en pasarse años buscando el hombre nuevo para, al final, sólo ser capaces de crear zombis. Aun así, no se puede apagar el brillo elemental de un gentío en estado de gracia: los habaneros suspiran silenciosamente, pero brillan en su inusitada capacidad de resolución. Son capaces, con todo, de dar vida a esa vieja dama constipada y harapienta que es su ciudad. La reinventan a diario desde cada rincón de su ruina imparable y miran melancólicamente al futuro preguntándose si llegara algún día o si los pillará dormidos o muertos.

Los dos gallegos abrieron finalmente un armarito y, apartando legajos de camuflaje, plantaron sobre la mesa una botella de ron y tres vasos. Brindamos por nuestra patria, ese diamante perdido en la espesura de la memoria, de la infancia, de la lengua, de la tierra.