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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 17 de marzo de 2005
El Hombre que un día fue negro

Más de uno y más de dos hemos creído siempre que Michael Jackson es un zumbado.

Sus extravagancias han acabado por perfilar a un tipo del que todos esperan algo raro.

Su historia lo confirma: hijo de un padre severísimo, hermano de una familia de artistas singulares, creció siendo la estrella inequívoca de un club muy selecto del que se segregó para hacerse tan singular como podía.

Digámoslo de entrada: alguien que somete su cuerpo a la tortura --placentera, por lo visto, para él-- de transformarse en un monstruo feo demuestra no estar muy bien de la cabeza.

Su proceso de aclarado de la piel es tan surrealista y descabezado que, de por sí, lo dice todo.

Al igual que los cambios de nariz, barbilla y ojos que casi lo hacen un personaje de película de ciencia ficción.

Todo en él es un perfecto disparate: sus hijos –a los que balancea en los balcones–, sus fincas, sus indumentarias…

Lógicamente, eso crea una injusta presunción de culpabilidad a través de la que se consigue que todo quisque crea que es responsable de lo que se le acusa, que es estremecedor, por otra parte.

Jackson, merced a su conducta vital, se ha convertido en su primer acusador.

Nadie da un duro por él.

Todos parecen convencidos de que El Hombre Que Un Día Fue Negro ha hecho las atrocidades de las que le acusan y aún más.

Está tan derrumbado, dicen, que habría manejado la posibilidad de suicidarse.

Si es inocente, no me extraña que lo haya pensado.

El trabajo de los jueces concluirá si, efectivamente, hubo abusos: si eso se demuestra que ha sido así, su carrera vital habrá acabado.

Si no se puede demostrar, o se demuestra que es una acusación falsa, nadie quitará el calvario personal por el que está pasando un hombre que ha sido un auténtico ídolo de la juventud mundial gracias a su genialidad como artista.

Su carrera puede haber acabado, y con su carrera su vida plena.

Dicen que su inmensa fortuna estaría también tocada por el mal hado que le viene acompañando estos últimos años: parte de ella ha sido destinada, dicen, a acallar denuncias, oportunistas o ciertas, que le han llevado ante los jueces; otra parte habría menguado merced a sus caprichos, propios de un niño desequilibrado.

Yo no lo sé, pero no se lo deseo.

Aunque más allá de todo, lo que deseo es que no sea cierto nada de lo que le acusan: los indicios están en su contra y no le será fácil justificar que todo es un montaje, pero no olvidemos que la justicia consiste en demostrar que eres culpable, no lo contrario.

De serlo, a la cárcel.

De no serlo… a ver qué hacemos.