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Carlos Herrera  
ABC, 4 de marzo de 2005
El ventilador

El problema que tienen los ventiladores a doscientos veinte es que dispersan las heces por todos los rincones del excusado -cuando no del comedor- y obligan a limpiar los rincones minuciosa y mimosamente con un paño inmaculado y absorbente que, casi siempre, resulta insuficiente a media tarea. O sea, que se mancha.

Y se mancha la mano, y la cara, y apesta, y, como se seque, siempre se pega algo a la pared y venga a rascar y rascar y no hay manera. Así que el que lo enchufe debe saber que luego hay que arremangarse y hacer zafarrancho porque no sólo la porquería del otro es la que se expande, sino también la de uno mismo.

Cuando un Maragall acosado y excesivamente influenciado por el comentario editorial de un periódico enchufa a la corriente las aspas de la catarsis, no parece tener en cuenta que los calentones en política se pagan no sólo rectificando: la multiplicación instantánea del golpe suele repercutir en todos los ámbitos y acaba transmitiéndose a territorios delicados. En este caso, a la opinión pública, que ha visto adelgazarse el, de por sí, enjuto y delgado hilo que une a la ciudadanía con el poder político. Lo que digo: es un precio caro, muy caro.

Ahora, por delante, queda la capacidad de unos y de otros para la limpieza frenética o para el apaño. Veamos: si CiU se olvida con excesiva rapidez del asunto y decide aquello de pelillos a la mar, siempre habrá quien sospeche que tenía mucho que perder estirando el conflicto hasta el desgaste de su contrincante. Si, por el contrario, estira ese conflicto hasta el último suspiro, corre el peligro de que aparezca más de un afectado por la voracidad de algún «outsider» y deba pasarse el día explicando comportamientos propios y ajenos de casi veintitrés años en la gestión pública, y sabido es que en tanto tiempo algún marrón andará suelto con toda seguridad.

Pero Maragall, desde su propia e inestable inconsistencia, también puede salir profundamente tocado desde el momento en que su imagen queda, a efectos populares, reducida a la de un bocazas o a la de un encubridor: si el president sabía algo del 3 por ciento, debía haberlo puesto en conocimiento de los fiscales y no esperar un acaloramiento parlamentario para esgrimirlo contra su fustigador convergente; y si no lo sabía y simplemente se dejó llevar por la tentación del agravio gratuito, es que no pasa de ser un mediocre irresponsable. Luego, los demás aprovechan el viaje: ERC se aparta y esgrime sus recetas de terapia radical y el PP sugiere una moción de censura para ganar cuota de mercado. Todo es un merdé, un carajal, un despropósito.

La sensata Cataluña en la que no era posible ni el grito ni el respingo, la Cataluña de palmerales políticamente soleados en la que nunca llueve más de lo necesario, la Cataluña que miraba a los bárbaros del más allá con un minúsculo gesto de displicencia, va y resulta que es mortal como los demás y, como los demás, tiene vello rizado en el pubis que creíamos níveo. Ha pasado una semana desde el exabrupto «que ha sacado de contexto la España mediática» (Montilla o Moriles, no sé) y, antes de calmarse, el ánimo se ha ido encendiendo por la falta de imaginación política para darle una salida al lío.

La aparición de Pujol en carne mortal ante su pueblo para decir -en castellano, curiosamente- que se estaba «rompiendo el país» no ha resultado suficiente; será necesario un esfuerzo delicado e imaginativo para que la catalanidad de a pie recupere la confianza en una clase política a la que se le hunden los túneles y a la que le sobrevienen ataques de descrédito mutuo. Primero, que se aseguren de que el ventilador está desenchufado. Y luego, que se dispongan a escamondar, que hay mucha mierda suelta.