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Carlos Herrera  
ABC, 8 de julio de 2016
Estimado señor presidente:

Esta España que ahora se apresta a visitar se hace pasar por crítica con EE.UU., pero luego es la que más adopta sus costumbres. 

Cuente usted con mi afecto y el de la gran mayoría de los españoles. Aunque no lo crea, España es un país indudablemente proamericano. A esta España que ahora se apresta a visitar le pasa lo que a su vecina Italia: se hace pasar por crítica con los Estados Unidos, se viste de antiamericana, pero luego sus habitantes son los que más adoptan sus costumbres y productos. Beben sus refrescos, comen sus hamburguesas, visten sus camisetas, siguen sus competiciones, se privan con su cine, bailan con su música y están locos por viajar a Nueva York.

Cuando usted fue elegido hace unos ocho años, esta vetusta Europa celebró como si fuera suya la victoria de un político brillante, negro, supuestamente socialdemócrata, buen orador y ejemplo vivo de eso que se ha llamado repetitivamente a lo largo de la historia «nueva frontera». Tuve el atrevimiento de calificarle en alguna columna que por ahí tengo guardada como el «Santo Negro», en alusión a una estatua que en mi pueblo y el de usted –en el que se precipitó la bomba de Palomares, de la que seguramente le habrán hablado– se erigió en honor de un paisano que donó su fortuna para restablecer la comarca después de unas severas inundaciones.

Era usted, señor Presidente, el caso más asombroso de bien preventivo que se ha dado en política: hasta el premio Nobel le fue concedido antes de que hubiera tenido tiempo de gestionar nada en favor de la paz mundial. Recuerdo aquella noche frente a la Casa Blanca: yo estuve allí, y eso les podré contar a mis nietos, cuando aquella masa se congregó clamando «Our House, the White House». Gran ilusión colectiva. Grandes esperanzas. Excesivas, probablemente: su gestión, que nadie podrá calificar de lamentable, jamás podría ser lo que se suponía que iba a resultar mediante el método milagroso de transformar en hechos las buenas intenciones bien expresadas en un discurso general impecable.

Quiero decir: los progres de este país y los que no lo eran veían con agrado su llegada, generalmente amable, al poder. Después ha llegado la realidad, que ya sabemos que es terca y desmitificadora, y le ha hecho difícil cumplir sus deseos; pero no va a pasar usted por ser precisamente un mal presidente de su país, cosa que celebro.

Y ahora se decide a visitar este solejar tan entretenido en el que su país alberga tantos intereses de uso conjunto. Somos buenos socios comerciales, compartimos el modelo de respeto a las libertades de sus ciudadanos y somos aliados en la defensa militar de nuestra órbita común. Le alabo el gusto de comenzar visitando Sevilla, la ciudad desde la que se gestó el comercio con la América de los siglos XV y XVI en la que los primeros colonos hispanos se instalaron en el suelo de lo que hoy es su país.

Y las bases militares. Y Madrid, claro. Ahí precisamente se dará usted de bruces con alguna de las contradicciones que alberga esta apasionante España de las cosas. Unos cuantos nostálgicos del Muro de Berlín protestan por su visita: son los miembros de IU, una antigualla de museo que se ha presentado a las elecciones en compañía de la formación Podemos, cuyo líder es muy posible que acuda a la recepción en Palacio vestido de camarero o de bailes de disfraces.

Sepa que hará lo posible por saludarle: le entregará algo que no le servirá para nada y mantendrá unos interesantes minutos de conversación, ya que es un tipo agradable y brillante en el término corto de un intercambio de impresiones. Pero no se engañe: es de los que también quieren eliminar las Bases de protección conjunta, pulirse la OTAN y llegar en tren a la estación de Finlandia. Es la España de la contradicción. Le deseo unos felices días en nuestra casa.