Estaban viendo caer, desde la impotencia, el alma de su existencia, los recuerdos
No soy excesivamente partidario de ocupar con actualidad política el amplio y sustancioso espacio en blanco que me brinda semanalmente esta página. Cierto es que la política crea las condiciones que, a la larga, determinan la vida real, pero entre ambas categorías media un trecho tan enorme que uno puede tenderse a dormir en esa vía de ferrocarril sin miedo de que la máquina le pase por encima. Pero esta semana me llama la atención la constatación evidente de la distancia que media entre lo ideal y lo real: un barrio trabajador de Barcelona, el Carmelo, no diseñado precisamente desde la racionalidad y el diseño, ha visto cómo la perforación de un túnel ha causado el derribo de algún edificio horas antes de que estos cayeran por efecto del socavón. La clase política catalana ha tardado no pocas horas en despertar de la zozobra aislante en la que dormita y ha dejado, por una vez, de dedicarse a enmarañar lo ideal para bajarse a conocer lo real. El ciudadano ha tenido un perfecto ejemplo de lo que esa distancia supone: los políticos catalanes dedican la mayor parte de sus energías a jugar en el cerrado y ajardinado patio de la irrealidad confeccionando un nuevo estatuto que, según ellos, es el único clamor por el que se mueve la sociedad a la que representan. Sus ansias se dedican, mayoritariamente, a valorar el alcance de este o aquel artículo o a negociar el reparto de poder que supondrá un nuevo escenario. Sin embargo, en la calle, la ciudadanía no dedica ni un solo minuto a hablar de eso y se preocupa, en cambio, por rebuscar entre los cascotes de los edificios derribados los restos de la memoria que no les ha arrebatado un túnel mal perforado. Han pasado días, digo, y por fin todos ellos parecen haber despertado de ese letargo narcótico que insuflan las moquetas de palacio. El presidente Maragall, tan absurdo como siempre, sólo ha sabido lamentarse del accidente comparándolo con la desgracia del Prestige y prometiendo todo tipo de ayudas. Pero pensemos por un momento en la realidad de aquellos que fueron despertados un buen día y desalojados a toque de pito en pijama y camisón. Se hundía el Carmelo. Pensemos en que pudieron entrar sólo unos minutos a retirar ‘lo imprescindible’. Y pregunto: ¿qué es ‘lo imprescindible’?
Pensemos en aquellos que han visto con sus propios ojos cómo una monumental grúa abría en canal las habitaciones de su realidad y derrumbaba a un parque de cascotes los muebles, los cuadros, las fotos y la ropa guardada en sus armarios. Estaban viendo caer, desde la impotencia, el alma de su existencia, que son los recuerdos. Y todos podían ver su intimidad: desde su armarito de cuarto de baño hasta los cajones de la cómoda en la que guardaban los papeles imprescindibles. Y caía todo sin que se pudiese hacer más que rebuscar al final entre los bloques de piedras por si asomaba la punta de un retrato. Ésa es la realidad. Lo otro, lo que alimentan a diario los electos representantes de la voluntad popular, es lo ideal. Algún día, lo ideal cruzará el limbo y se hará realidad, pero no se habrán resuelto los problemas que alimentan a diario el universo del ciudadano: un túnel mal calculado parece haber despertado de su sueño a una clase política y periodística ensimismada en su monopoly de mesa: venga acá esa transferencia, venga esa declaración de principios, toma esta reivindicación histórica, pásame aquella coña de que somos diferentes y mejores y más ricos y más guapos… Una vez abruptamente abiertos sus ojos, se sorprenden de que no los quieran. Y prometen hasta el delirio cumplir con su deber de buen gobernante: pagar, pagar y pagar. Claro que ¿cuánto vale ‘lo no imprescindible’, lo que no pudieron cargar en sus brazos en esos diez minutos que tuvieron para borrar el tablado de sus vidas…?
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