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Carlos Herrera  
El Semanal, 16 de enero de 2005
Regreso al futuro en Nueva York

 Decidí, junto con un grupo de amigos, que lo mejor era una fiesta de los setenta

 


Yo creí que ya no se podía ir peor. Estaba equivocado: todo es susceptible de empeorar. O de mejorar, vete tú a saber. Encontré un pantalón de espumilla verde, ajustado y muy acampanado, que me quedaba como un guante. El cinturón era blanco, de plástico y medía lo menos un palmo. La camisa tenía tal cuello que me sobresalía dos o tres dedos por cada hombro y estaba estampada en un colorido de imposible definición. Me dejé perilla, perilla de rufián, que es distinta a la perilla esta tan fina y delgada que se lleva ahora. Gafas de Elvis. Colgante gordo. Y luego el pelucón: ninguno de los Jackson Five llegó a tener cabellera así. Era Nochevieja. Tras el apasionante episodio que tuve el gozo de experimentar el pasado fin de año en Laponia y que me sirvió para largar un par de artículos en estas páginas, decidí, junto con un grupo de amigos, que lo mejor era una fiesta de los setenta, década en la que la mayoría de nosotros había descubierto los calores y las emociones de la adolescencia. Además de los langostinos, la música era cosa mía, como ya expliqué hará un par de semanas, y para la ocasión llevaba las mejores grabaciones de mis grupos más expresivos. Como también relaté, hube de grabar música teóricamente detestable para los jovenzuelos intensos de aquella época, pero que ahora, una vez creciditos, han cambiado de opinión. En esas cosas andaba cuando, al abrir la puerta y ver a los demás, comprobé que todo es superable: Goyo González era una perfecta réplica de Michel Polnareff («Tous les Bateaux, Tous les Oiseaux»); Jesús Melgar debió de pasar horas moldeando el flequillo de su imposible peluca para darle forma a un flequillo exactamente igual al de cualquiera de esos rockers a los que parece haberles lamido una vaca por la frente; Alvarito Díaz, tan elegante siempre, pasó a convertirse en un remedo de Austin Powers en El espía seductor; Antoñito Jiménez se presentó después del premio consiguiente a las campanadas con una extraña blusa de las que vendían en los setenta en su tienda en Siles (Jaén) y unos pantalones que le llegaban a media pierna y a los que su mujer juraba haberles sacado el dobladillo; José Antonio Naranjo parecía salido de la alucinación fantasiosa de un macarra daltónico que sólo aspirara a ser miembro del Ballet Zoom; Teresa Viejo fue más prudente y consideró suficiente venir vestida de Betty Misiego poco antes de saber que quedaba segunda en Eurovisión... A todos nos inmortalizó, por supuesto, un Javier Capitán que iba vestido de Javier Capitán y que sólo salió de su habitual silencio observante cuando comenzaron los compases de Vivir así es morir de amor, de un Camilo Sesto al que interpretó al dedillo como si le hubiera despertado una fiera en el interior. No se esfuercen en pedirle una copia de la grabación de vídeo porque está amenazado y teme lógicamente por su vida. La música que triunfó, tal como me temí, no fue el Hard Rock Cafe, de los Doors, ni el Youngblood, de los Bad Company: donde volaban pelucas y se daban saltos que ya quisieran los del esquí del primero de enero, fue coincidiendo con los compases de Tengo un amor en el mar, de Los Albas, Oh, oh, July, de Los Diablos, y El turista un millón novecientos noventa y nueve mil..., de Cristina y Los Stop, lo cual me sumió, para qué negarlo, en una cierta melancolía sólo remontada por la visión de todas las chicas de la fiesta –Mariló Montero incluida– cantando a coro La de la mochila azul, del niño aquel mejicanito tan insoportable como gracioso.

A eso de las seis y media, un perplejo taxista nos vio desfilar rumbo a casa y sólo supo aplaudir que no cogiéramos el coche en aquel estado, aunque a las pocas bocacalles, cuando hubo confianza, observando mi peluca caída, mi camisa desmadejada, mi cinturonazo a medio abrochar y mis ojos difícilmente entreabiertos, me dejó caer la frase de la noche: «Valiente líder de opinión está usted hecho con esas pintas. A ver cómo le escucho yo el lunes». Claro que, a esas horas, ¿cómo explicarle que venía de un regreso al futuro?