| Si ven que refunfuña y gesticula, no hagan caso, aún no se ha comido a nadie   La alcachofa de Manel es tan peculiar como el mismo Manel, con la  única diferencia de que la primera es de temporada y el segundo es de  todos los días. Manel López tiene sus orígenes en tierras jaeneras de  Martos, pero es un barcelonés de rompe y rasga. Para alguno de los  espantados clientes que lo ven trabajar, este hombre robusto de pelo  cano, trajín inquieto y voces destempladas es, efectivamente, de no  romper nada, pero de rasgarlo todo. Regenta La Tomaquera, uno de mis  acudideros favoritos, y ha dispuesto su negocio según unas muy  peculiares normas que, le gusten o no, tendrá que seguir si quiere  deleitarse con las cosas que hace, que son extraordinarias. Manel no  reserva mesa ni acepta tarjetas de crédito ni permite que se ocupe una  mesa si no han llegado todos los comensales. Es más, si hay que esperar a  los dos que faltan para la mesa de cuatro, habrán de esperar en la  calle, nada de sentarse y entretenerse con unas tonterías, entre otras  cosas porque Manel no tiene tonterías y, si las tuviera, te machacaría  la cartera. Por eso, comer en La Tomaquera no es un atraco: a ese  pequeño local de la calle Margarit del Poble Sec se va a comer y, una  vez comido, a levantarse y dejar sitio al siguiente. Hay café, pero no  copa: ya avisa de que si piensas beberte un licor te va a cobrar tanto  que no te va a merecer la pena. Es la técnica que le permite ajustar el  precio a los bolsillos del barrio. Se puede llegar, además, después de  haber parado no muy lejos a conocer una de las mejores tabernas de la  ciudad: anda cerca, calle Poeta Cabanyes, se llama Quimet, Quimet y  tiene la más completa gama de latas y aperitivos. Sitio de sabor, digo.  Luego, encomendándonos a quien consideremos oportuno, abrimos la puerta  de Manel y preguntamos con esperanza si hay mesa. Si la hay, y si le  gustan los caracoles, pídalos: son, posiblemente, los mejores del mundo.  Como son las mejores las alcachofas que encabezan este suelto: su  proceso es laborioso y consiste en someterlas al hervido, al horneado y  al regado con aceite y ajo. Una cazuela preparada así hace que uno se  reconcilie con la verdura, tan dificilita ella. Y luego las carnes, con  preferencia por el cerdo, cuya butifarra está hecha con primor y cuyas galtas  son excelentes. De paso, que les improvise unos garbanzos debidamente  fritos y especiados. Si ven que refunfuña y gesticula, no hagan caso,  aún no se ha comido a nadie, asúmanlo como parte de la factura: algunos  clientes no han sabido interpretar a este incansable oso blanco y han  creído que su deseo es no dar de comer a nadie. Se equivocan. Sus  camareros, por ejemplo, son los mejor pagados del barrio. Y sus clientes  son fijos día tras día. Es uno de esos lugares a los que hay que ir  preparado, avisado, porque con la costumbre de llegar, sentarse y  esperar que aparque el que conduzca creemos que en todas partes cuecen  las mismas habas. No, aquí no. Otros abrevaderos tienen costumbres  parecidas: hay restaurantes en Madrid que aún piden una contraseña para  entrar, y otros, como la insuperable Fuencisla, de Miguel Frutos, en la  travesía de San Mateo –una de las mejores comidas caseras de España–,  tienen permanentemente el cierre echado, de manera que nadie que pase  por la calle tiene la ocurrencia de entrar y pedir mesa, que sólo la hay  si la has reservado antes.
 A mí me gusta La Tomaquera, de Manel,  porque me gustan los tipos que se vacían a diario, que se han hecho a  sí mismos y que todo lo han conseguido gracias a su trabajo. Manel  cocina a la vista de todos, a la vista de todos da voces y a la vista de  todos dirige la impecable orquesta que le acompaña. Y las alcachofas,  las borda.
   
 |