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Carlos Herrera  
El Semanal, 19 de diciembre de 2004
De aquellos amores perdidos de diciembre...

Su rostro de nazareno sombrío y tardo se hizo carne de crucifixión anunciada 

No pasaron siquiera cinco minutos de las dos de la noche del día cinco de marzo antes de que el joven de nombre Daniel se diera cuenta de que, sentándose en aquel banco del paseo, había cometido el error más grave de su vida. De haber optado por seguir camino de la avenida no habría experimentado el vértigo que le sacudió el cuerpo cuando aquella sombra temible con forma de mujer se interpuso entre él y la tenue luz de la farola a la que hubiera querido atarse de por vida. Como si de una aparición se tratase, Daniel abrió los ojos de par en par para asombrarse ante la molicie húmeda de la voluptuosa joven que le pidió algo de lumbre para su cigarrillo.

De haber sido Daniel desafecto al tabaco y de no haber sido portador de los aperos propios del fumador, la muchacha hubiese seguido su camino para llevar la desgracia a cualquier otro, pero, lamentablemente, la fortuna no se había emparentado con él y atinó a encontrar en sus bolsillos un mechero de encendido rebelde con el que entretenerse nerviosamente en prender su cigarrillo. Cuando la nada núbil jovenzuela tomó asiento bajo el taconeado cielo de aquella turbulenta noche, ya supo Daniel que una flota de barcos incendiados acababa de zarpar por su sangre y que ésta le habría de acompañar de por vida, haciendo de sus adentros un inmenso y agitado mar de lágrimas en el que zozobrar un día sí y otro también. Acababa de conocer, con tan sólo dieciocho años, el amor de su vida.

Podrían suponer que se inició tras aquel tropiezo la conversación que desembocó en el trato que acabó en la relación intensa y tórrida de una pareja de adolescentes. De hecho, ocurre cada noche en cada ciudad de cada país. Sin embargo, aquella madrugada de primavera quiso el infortunio que una repentina voz de roble viejo llamase por su nombre a la efervescente propietaria de aquellos dos ojos verdes y que ésta se incorporase para alejarse, al poco, después de haber pronunciado la única palabra que quedó para siempre rebotando como un eco amargo en la cabeza de Daniel. Tras aspirar ansiosamente dos rápidas caladas al cigarrillo rubio que descansaba en sus labios, giró su cabeza y, mientras ocultaba bajo su tacón la prueba del delito, simplemente dijo: «Gracias».

¿Qué había ocurrido para que, tantos años después, Daniel siguiese sentado en aquel banco buscando con su sangre la llamada de unos tacones al acecho? Pasaron los años con la lentitud de esos bostezos de invierno con los que se despide el atardecer de un domingo; el entorno se mudó varias veces de sitio y de aspecto; sus ropas sirvieron para que el tiempo escribiese su parsimoniosa novela inacabada; su rostro de nazareno sombrío y tardo se hizo carne de crucifixión anunciada; sus manos dejaron de palpar la nada para amasar los panes de las ausencias… y siguió esperando, con su encendedor de lumbres antiguas en el bolsillo derecho y una sombra inabarcable en el desvelo viejo de sus ojos. Convivió con tantas lunas como sueños tiene el hombre en la espera de una anunciación improbable, pero el endemoniado ángel de la noche no volvió. Había pasado una eternidad, y lo único que había conseguido era abrir una cueva lastimera en su corazón y fijar para siempre, en el daguerrotipo de su aspecto, la firma inequívoca del errabundo.

Al poco, apenas pasadas unas aguas de la mañana en la que decidió escribir en la madera del asiento, a punta de navaja, el nombre que nunca supo de la mujer que nunca conoció, dejó caer su cabeza atormentada sobre el manto húmedo de diciembre. Sólo despertó cuando un carro fúnebre apiló sus cosas sobre su regazo y pudo verse, a sí mismo, portado en andas por seis manos de niebla que lo amortajaron de frío. El calendario marcaba el día veinticuatro.