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Carlos Herrera  
ABC, 10 de diciembre de 2004
¿En qué quedamos?

Estoy hecho un lío, chicos. Tengo un presidente de Gobierno que me produce sensaciones dispares, pero que, por encima de todo, me confunde en asuntos relacionados con la estructura nominal del Estado, y, de paso, de la Nación. No lo acabo de metabolizar.

Eso de que el concepto de Nación es discutible y discutido resulta una obviedad muy propia de quien convierte los discursos en meras arengas de colegiales, pero es que además no permite proseguir en el debate según las normas elementales de intercambio de argumentos más o menos lúcidos. Evidentemente es discutible. Todo es discutible. Hasta los resultados electorales son debatibles, aunque sean inapelables.

El caso es saber qué piensa el presidente del Gobierno sobre el concepto de nación, no sobre la posibilidad de ser discutido, y, sobre eso, no acabo de ver su tesis gracias a la difusa soflama que se extrae de su ejecutoria. Pero el lío fundamental me sobreviene cuando escucho a la «reserva espiritual» de su Gobierno, el impagable José Bono, afirmar en la Academia de Infantería de Toledo que la Constitución deja suficientemente claro lo que es la Nación y su circunstancia, y que fuera de eso nada tiene sentido. Si eso lo hubiese afirmado un ministro del PP -al fin y al cabo es lo que dice siempre el PP, palabra por palabra- le hubiera caído todo un temporal en lo alto, más o menos el mismo que le cayó a Álvarez del Manzano cuando situó en la Plaza de Colón de Madrid una mega-bandera española para que ondeara al capricho del viento españolísimo de Castilla. Recuerden que entonces surgió de la noche el brío de Jesús Caldera señalando lo mucho que podía molestar ese izado a los partidos nacionalistas de siempre: ahora, en cambio, cuando la iza Bono, la misma bandera, ni Caldera ni nadie ha abierto la boca. Tremenda confusión en la que me sume.

¿En qué quedamos, entonces? ¿Nación indiscutible o Nación discutida? En puridad, cuando un presidente escucha a su ministro elaborar un discurso que no circula en paralelo a sus propósitos como jefe de Gabinete, lo normal es que se abra un debate entre ellos, casi siempre en privado: «Ojo, Pepe, no te sueltes esos calentones en público que luego tengo yo que salir a calmar a los socios».

Aunque lo realmente edificante sería que, estando Rodríguez erguido a la vera del ministro, se le fueran abriendo los ojos circunflejos y le arrebatara el micrófono en plena alocución y dijera medio inclinado a su derecha: «Un momento, un momento, querido público, esto que está diciendo el ministro no es lo que está previsto en la política general española, con lo que le anuncio que queda cesado en este mismo momento y que se joda por decir lo que no es, que ahora es a este guapo al que le toca explicárselo a Maragall». Demasiado surrealismo para ser verdad. Demasiado bonito. Pero también coherente.

Un gobierno puede manifestar en su seno diferencias de criterio acerca de la cantidad de fondos devengables de una partida o del monto total del incremento de otra. Es normal que no coincidan el ministro de Industria y el de Educación. No pasa nada. De hecho, puede ser cierto aquello que dijo un día un ministro cesante: «Si de verdad se supiera de lo que se habla y cómo se habla en los Consejos de Ministros, habría auténticas estampidas de españoles hacia los aeropuertos». Pero que la divergencia se establezca sobre la arquitectura nominal y práctica del Estado resulta, de momento, un tanto inquietante, ya que se transmite a los ciudadanos una indefinición sobre las cosas de comer que altera enormemente la sensación de seguridad y confianza en la consistencia de la casa común que tan precisa resulta.

En resumen, que se aclaren.