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Carlos Herrera  
ABC, 25 de marzo de 2016
Yo estaba allí, Johan

Que ese no sea mi club no quiere decir que tú no seas, por siempre, el futbolista que me hizo soñar una noche de octubre

Era una noche de octubre. Mi localidad no era más que un área concreta en la barandilla de la general de gol norte, desde la que repasábamos con los dedos el perfil del Tibidabo, allá arriba, distrayéndonos del fútbol que nos condenaba a ser los penúltimos en la liga. Los pocos goles los cantábamos con la mirada puesta en el cementerio de Las Corts, donde los muertos pedían a gritos alguna alegría de esas que nunca llegaban. Aquella grada más alta es hoy, más o menos, la mitad del campo actual; todo ha crecido, como nosotros, que tenemos muchos años más, tanto como más cemento el graderío. Habías venido, Johan, después de catorce años de nada, de mucho épica pero pocos títulos, y los barcelonistas de entonces, los que creíamos en un club acogedor con todos y solo al servicio de sus seguidores, esperábamos la llegada de un mesías que metiese goles, que nos hiciera abalanzarnos sobre la grada inferior a abrazarnos con los de abajo y a cantar victorias que no conocíamos.

Quiero acordarme de que el míster te sacó al poco de empezar aquél partido contra el Granada, al que, como era habitual, no le metíamos un gol, como nos pasaba con el mismísimo arco iris. Quiero acordarme que saliste y entonces cambió la vida, y el fútbol, y la historia, ya las risas, y los abrazos. Ganamos por cuatro. Marcaste dos. Y diste dos prácticamente hechos. Y aquella noche de octubre empezó aparecer una tarde de verano. Y nos abrazábamos gente que no nos conocíamos, y dejamos de mirar al Tibidabo, y hasta los muertos de las Corts parecían aplaudir con su aroma de huesos rancios. Acababa de nacer el fútbol para los chavales de aquella época. Yo tenía diecisiete años o así -tú apenas tenías diez más que yo- y nunca había visto aquello. No conocí a Diestéfano ni pude paladear bien a Pelé, que me quedaba lejos y solo era visible de Mundial en Mundial. Pero sí te había visto a ti con el Ajax, y con aquella máquina bellísima que fue la selección de Holanda en el 74 y verte en casa, en la casa de las eternas frustraciones, con la camiseta que me enseñó un buen día mi tío Pablo, aquel almeriense elegante que se hizo con Barcelona en dos suspiros, el día en que me llevó de la mano a un campo prodigioso donde nunca ganaban del todo los que iban de azul y grana, era todo para mi.

A buen seguro todo fútbol posterior ha sido más poderoso, efectivo, hábil y lo que quieran; pero yo no he vuelto a ver aquello, aquella punta de velocidad, aquel desenfado, aquel toque preciso, aquella carrera acariciando un cuero esférico, aquellos remates de hombre volador... De la misma manera que reinventaste el equipo de los sueños cuando te pusiste un chupa chups en la boca y te sentaste en el banquillo, reinventaste la ilusión de los que nos arracimábamos en la grada vacía de alegría. Un año solo valió por el resto de ausencias, como algún trofeo suelto nos ha valido a los que también somos béticos. Aquel año que nos diste no ha sido igualado por nada, y hoy, que sé que te retiras del fútbol para siempre, quiero recordarte con la reverencia de quienes sé que jamás volveremos a ver nada igual. Aquel club al que perteneciste es el club al que ya no pertenezco yo, como tantos otros. Algún amigo tuyo ha tenido que ver en ello: hoy es una sociedad puesta al servicio de una idea traidora con tantos que hemos seguido su historia al dedillo de las emociones. Pero que ese no sea mi club no quiere decir que tú no seas, por siempre, el futbolista que me hizo soñar una noche de octubre.