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Carlos Herrera  
El Semanal, 14 de febrero de 2016
«Creed», una de boxeo

Me llegué a ver una película de boxeo. Por varias razones: me gusta el boxeo, me gusta Stallone y me gusta normalmente lo que no le gusta a la crítica especializada. El boxeo, por demás, es políticamente incorrecto y basta que sea así para hacer alarde de mi afición. Pasaría algo parecido si hubiese buenas películas de ámbito taurino, pero no hay, y las antiguas que hay son regulares; tanto que no he visto a un solo torero protagonizando filmes que dé un solo pase en condiciones. Cuando se ve al Cordobés, a Miguel Mateo Miguelín, que fueron grandes revolucionarios, en cualquiera de las cintas de la época, no hay manera de ver media faena bien cuajada: todo son pases por alto despegados y moviéndose más que la cola de una lagartija. Pero a lo que íbamos.

La cinta se llama Creed y hace referencia al instinto de pelea que tiene un chaval desestructurado. El boxeo es el que canaliza esa fuerza hacia el orden y las reglas, hacia el deporte y el sacrificio, aunque sea a base de darse hostias como panes. Representa ser el hijo natural de una vieja gloria que se enfrentó en su día al mítico Rocky Balboa y que busca, después de algunas peripecias, el consejo del personaje de Stallone con el fin de ser entrenado por él. Hasta ahí se puede contar. Es la séptima entrega de la serie protagonizada por el boxeador de Filadelfia; serie que ha tenido de todo, altos y bajos, pero sobre todo un espectacular éxito en taquilla. Lo que sobre el papel parecía un esfuerzo supino por exprimir el argumentario de la vida del boxeador italoamericano ha sido, en realidad, la mejor película del casi septuagenario actor neoyorquino.

Me asomo a las críticas normalmente venenosas de los muy concentrados especialistas de cine y me asombro con el hecho de que no han vomitado en exceso ante la performance boxística y dramática de esta película, llegando incluso alguno de ellos a valorar positivamente la interpretación que Stallone hace de un exboxeador cansado y enfermo que toma la decisión de ayudar al hijo del que fuera su máximo rival. Se aventura hasta la candidatura –con posibilidades– a un Oscar. Debo decirlo, yo que afortunadamente no sé nada de cine ni de sus técnicas: Sylvester Stallone está espléndido en la película que coprotagoniza con un no menos bueno Michael B. Jordan. El dramatismo justo, el retrato certero y la decadencia debida. Y el retrato de los gimnasios, de los barrios fronterizos, del inframundo del boxeo, a pesar de las inevitables caricaturas, no es malo. 

Evidentemente, en toda recreación de un combate de profesionales hay una inevitable exageración. Si fueran verdad la mitad de los golpes que se asestan los protagonistas de una película de temática boxística, no aguantarían de pie ni un solo asalto. En esta ocurre algo así. Se recrean básicamente dos grandes combates, amén de algunos menores. Los golpes que teóricamente intercambian en el último de ellos acabarían con la resistencia del mismo Tyson en un par de rounds. Un combate de verdad es mucho más técnico y menos espectacular, y si es así de espectacular no llega, por supuesto, a los quince asaltos reglamentarios. Pero es el cine, y cada jab, uppercut o crochet suena como un trallazo y salpica como un grifo defectuoso. Con todo, digo, tiene un cierto rigor, especialmente en lo referente a la preparación y desafíos que significa acercarse a lo más alto en tan noble arte.

Ni que decir tiene que me lo pasé en grande. Y me relamo en la espera de poder presumir ante cinéfilos de conversación espesa de haber visto la película con delectación. He dedicado una tarde a ver una entrega de la serie Rocky, que tantos millones de seguidores ha atesorado a lo largo de décadas, en lugar de asistir a un plomizo paseo por el existencialismo. Por lo que adivino, será la postrera aparición de Stallone, pero se abre la figura de Adonis, el joven boxeador negro, prometedor y competente, que asegura alguna que otra aventura filmada. Y no pienso perdérmela.