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Carlos Herrera  
ABC, 22 de febrero de 2002
Multiculturalidad en Ripollet

Corren tiempos de confusión. Los españoles, o lo que quede de ellos, asisten perplejos a una ceremonia prevista en la que los complejos de culpa crecen y se desarrollan como los capullos en primavera. Es este el día en que los habitantes de cada terruño empiezan a analizar severamente el atroz sistema de discriminación y racismo que permite que un padre de origen marroquí, llegado a España de forma ilegal, con trabajo, asistencia social asegurada, con respaldo moral por parte de no pocas asociaciones no gubernamentales, tenga que sufrir la ignominiosa afrenta de ver a sus hijos asistir a un colegio -que también le brinda la tierra de acogida- en el que se vislumbran algunos símbolos católicos tales como Cristos crucificados o imágenes de María, su madre.

En consecuencia con las enseñanzas recogidas en su tierra de origen, donde no hay más cera que la que arde y donde todo lo que se puede ser pasa por el Islam, ha comenzado a poner condiciones y ha exigido que sus hijos sean apartados de cualquier símbolo cristiano que pueda, antes o después, malear su íntegro espíritu musulmán. Un grupo de irritados y muy solidarios ciudadanos españoles ha sumado su voz a la del marroquí ante lo que consideran una «falta de comprensión a su particularidad cultural y religiosa» y ha abogado por la supresión de cualquier símbolo religioso en cualquier escuela, coincidiendo en ello con la asociación marroquí o musulmana de turno que ha afirmado sin ningún tipo de rubor que «eso no pasaría si la enseñanza en España fuera verdaderamente laica». Toma del frasco.

Todavía resulta altamente improbable que los católicos tengan que pedir perdón por serlo y por querer que sus hijos acudan en su propio país a colegios en los que mínimamente se imparta una educación acorde con el humanismo cristiano, aunque todo se andará ya que aquí nunca hay que dar nada por perdido. El fenómeno de la multiculturalidad trae debates de este jaez: cuando desaparecen las culturas de referencia y en la sociedad se yuxtaponen diversos grupos, con normas distintas para cada uno y con principios de comportamiento basados en ritos o costumbres, se empieza a corroer de verdad el mismo concepto de civilización.

Eso lo ha dicho recientemente Azurmendi y casi lo crucifican unos cuantos ignorantes con cargo público y responsabilidad representativa: no saben que al referirse a la multiculturalidad no están haciendo mención a la conveniente y deseable convivencia de individuos procedentes de diferentes culturas que convergen en un esfuerzo común de tolerancia (tan en boca de todos, últimamente), sino a la inconveniencia de establecer sociedades en las que las normas y las reglas sean diferentes en cada barrio en función de la procedencia del mismo o de las creencias importadas de tierras en las que, por lo general, no abunda la diversidad.

Tenía razón Pujol cuando decía que todos los aires nuevos deben ser bienvenidos pero que una sociedad se venía abajo si no existía una cultura de referencia a la que asirse o a la que adaptarse. La española, por el momento, está fundamentada en una honda tradición cristiana, mejor o peor, que no ha impedido en momento alguno que cada cual aborde su vida según su particular creencia. Creer, como cree el padre de los niños marroquíes pendientes de escolarización y todo el coro de fervorosos solidarios con la tradición islámica, que van a envenenar a sus hijos a golpe de crucificados, es no saber bien adónde han venido a parar: la exquisita sociedad española, a la que se acusa más de una vez y casi siempre injustamente de racista, nada tiene que ver con aquellos lugares de donde provienen muchos de los que tanto se lamentan y en los que no suele admitirse ninguna otra verdad que la revelada por el profeta. Aquí, profetas, hay, desde luego, pero tienen menos carácter.