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Carlos Herrera  
El Semanal, 10 de enero de 2016
Tony Manero interpreta a Michael Jackson

Tony Manero, evidentemente, es el más puro extracto de los setenta que se despacha en lugar alguno. El chico de Brooklyn difícilmente será visto bailando subproductos de los ochenta, esa década a la que no consiguió adaptarse a pesar de los muchos intentos de reconversión músico-estética a la que quisieron someterle algunos amigos imprecisos y ociosos.

Los ochenta de hombreras y pelos rizados son para Manero la más pura esencia de lo hortera, de la blandenguería, de la ñoñez.

Este fin de año le esperaba un baile de gente algo más joven, con lo que se temió una sesión en la que nadie recordase Night fever y sí proliferasen mamarrachadas del tipo Blondie y así.

Tony consiente algo de Rick Astley y, si la noche entra en mucho alcohol, alguna pieza de Alaska, pero poco más: se sienta en un rincón de la sala a beber como si no hubiera mañana y maldice con su peor vocabulario la música amariconada que va del 80 al 90.

Si Manero no escucha algo de Lynyrd Skynyrd o de los Doors, no consiente moverse de la banqueta que esté más próxima al gin-tonic; no digamos si no suenan los Bee Gees, aquellos que dieron razón de ser a sus tardes en la Disco 2001 Odyssey, donde lo dio todo en coreografías inimitables.

Sin embargo, aquella noche en las marismas del Ajolí y el Guadiamar, Manero hubo de reconocer la grandeza inalcanzable de un gigante que explotó en los ochenta hasta límites no conseguidos por prácticamente nadie.

Sonaba una de esas estupideces de niñatos cuando el pinchador decidió romper la noche. El niño Culkin discutía con su padre a cuenta del volumen de una pieza cuando decidió derribar a decibelios la casa: empezó a sonar el riff de guitarra que Slash de Guns and Roses interpretó para Black and white, rasgando cualquier atmósfera, y sonó la pieza que resulta más memorable de Michael para nuestro hombre: el pequeño de los Jackson, entre un par de gritos perfectos, comenzaba a hablar de su chica y de un sábado noche.

¿Quién se niega a salir bajo la bola de espejos a agarrarse los huevos, a dar golpes precisos de cuello y a bailar con el brazo derecho a medio extender, tal como Michael hizo en el vídeo en el que reclamaba igualdad de razas y todo eso? Black and white es, indudablemente, la pieza perfecta para el baile. Superior, según criterio de Manero, a Thriller, a Bad oa Beat it, a pesar de los increíbles vídeos que firmaron cineastas de primerísima división.

Cuando los ochenta acababan de empezar, Michael creó una obra maestra de la mano de John Landis; tanto fue así que gente había a la que incluso el clip de Thriller le daba miedo. El Jackson aún negro casi inauguró la década con el anuncio de los magistrales bailes de los que era capaz. A Michael le pasaba como a Fred Astaire pero al revés: además de un buen cantante era un excelente bailarín, creador único de coreografías y pasos que han modelado una forma de moverse. Astaire, en su estilo, era un grandioso bailarín que escondía un no menos monumental cantante.

Manero siempre creyó que Michael andaba por unos andamios inalcanzables para el total de los mortales: basta verle en el vídeo que grabó de la mano de Martin Scorsese – Bad– o en cualquiera de las performances con las que dio talla de su monstruosa genialidad, de su inmenso talento. Ese tipo de personas, no se sabe por qué, casan mal con la normalidad y acaban atormentados por cosas que la mayoría de la gente no tiene tiempo de pasar. Dicen quienes le conocieron que era un buen tipo embutido en las hechuras de un hombre sujeto a demasiados desequilibrios. Pero eso a Manero le dio siempre igual. Los chalados rockeros de los setenta que siempre admiró no eran precisamente los personajes de Mujercitas. 

Aquella noche no acabó mal. Una morena recortadita se fijó en su tupé y en las botas labradas con las que dejar huella en las arenas. Haber sabido bailar a Michael Jackson le valió la atención de, al menos, una muchacha. Y, por una vez, no era la más anciana del salón.