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Carlos Herrera  
El Semanal, 27 de diciembre de 2015
El desesperante pesimismo español

El pasado 10 de diciembre tuve el honor de recibir, de mano de los Reyes, el premio de Periodismo Mariano de Cavia, que concede el periódico ABC. Venía a cuento de un artículo que publiqué en esas páginas que frecuento titulado Muros de ayer y hoy y que hacía referencia a la paradoja que supone la construcción de nuevos e inexplicables muros en plena coincidencia con la caída o el derribo del famoso muro de Berlín, derrumbado una noche de noviembre tras el desmoronamiento de la gran mentira del comunismo europeo. Europa se unía, se difuminaban fronteras dogmáticas y, paralelamente y al cabo de un par de décadas, en España se procuraban barreras de alambre de espino entre personas y sentimientos que han venido conviviendo cientos de años. Cataluña y tal, ya saben. Con motivo de la ceremonia de entrega hube de pronunciar unas palabras a las que dediqué más de una tarde de reflexión, especialmente después de escuchar el consejo certero de que lo más indicado era un cierto canto al optimismo, a la oportunidad que nuestro país atesora si dedica sus energías a centrar el balón en el área adecuada. Me permito alguna reflexión al respecto.

Efectivamente, España es el Palacio del Pesimista. Puede que las razones haya que remontarlas hasta el Barroco, como aseveran algunos autores y estudiosos de la Historia. Este solejar patrio dejó de ser, por aquel entonces, la referencia mundial. El Imperio en el que no se ponía el sol degeneró, con el paso de los años, en un colectivo decadente de desgracias, no volviendo a ser lo que fue, ni por asomo, y no remontando las situaciones más desgraciadas. El 98 no significó, ni por asomo, una caída en desgracia semejante, por más que las referencias cortoplacistas sitúen en ese fin de siglo todo el desparrame de la España que había sido. Las Guerras de África y la pérdida de las últimas colonias sumieron a la intelectualidad española en un estado de pesimismo cenizo del que aún no ha conseguido recuperarse, cuando «Este País» ha dado largas muestras de regeneración dignas de estudio. No ha de importar: en España triunfan de forma asombrosa los pesimistas. El optimismo siempre es sospechoso. No sé bien de qué, pero sospechoso. En otras latitudes, como la americana, por ejemplo, no están admitidos los cenizos a la fiesta del emprendimiento: un triunfador es objeto de estudio y aplauso, evidentemente un ejemplo. Aquí, inopinadamente, un triunfador es rápidamente bajado del pedestal por ese Comando de Acción Rápida Reparadora que se siente en la necesidad de ajustarle las cuentas a quien triunfe en cualquier ámbito, bien mediante el ajuste de relativizar su éxito, bien mediante la búsqueda de la mínima mácula que pueda ensuciar su ejecutoria. Un fracasado, en cambio, tiene mucho más relato, es infinitamente más respetado a través de la conmiseración o de la solidaridad. 

Esa innegable seducción del pesimismo, dije aquella noche, ha permitido que, para algunos, el tránsito de España por los siglos se asemeje al de una nación permanentemente moribunda. Da la impresión de que nuestro país hace años que ha dejado de soñar, y de que, si alguna vez lo hace, es para volver a las pesadillas que lo convirtieron en un polvorín. Decir hoy que el futuro de estas nuevas generaciones puede ser espléndido en atención a sus muchas virtudes hace que uno deba ir esquivando salivazos por determinadas esferas político-sociales. Asumo el riesgo encantado gracias a mi poderosa y asombrosa cintura y afirmo que a través de la perseverancia y la excelencia, no de la mediocridad, alcanzaremos un futuro razonablemente espléndido. Sin ir más lejos, lo hicimos hace cuarenta años cuando despertamos de una larga noche autárquica y autoritaria. O cuando hubimos de organizar aquel prodigioso año 92 por el que nadie daba un duro. Sé que nunca seré invitado a los programas de los gurús del pesimismo, pero ese contagio que me evito.

Sin melancolía hay menos literatura, cierto; pero con melancolía exclusivamente no se gana el futuro. Sólo nos queda perseverar. Lo cual no es poco. Pero tampoco imposible. Bienvenido, 2016.