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Carlos Herrera  
ABC, 22 de septiembre de 2001
EL CAÑERO: Ya no vale el jurado

Ya estamos a las puertas de una nueva polémica en torno a la dichosa Ley del Jurado, esa que nos regaló el gobierno español en aquél cinematográfico intento de hacernos carne de progreso y justicia. Ha bastado que un grupo de ciudadanos escogidos exquisitamente para esa función dictamine, según su criterio, sobre la culpabilidad de una presunta asesina, para que las voces que antaño aplaudían la puesta en marcha de esa institución arremetan ahora contra ella o duden, cuando menos, de su idoneidad. Lo que antes iba a ser garantía de justicia y equidad para los culpables, ahora es peligro de parcialidad para los inocentes; lo que antes era imprescindible para la buena marcha de la imparcialidad en la Justicia española es ahora un riesgo excesivo de popularización de la misma. Parece que la justicia sólo fuera tal si sus sentencias fueran exculpatorias, nunca severas, nunca rigurosas.

Los juristas más entusiasmados con dicho engendro, es decir, aquellos que entrarían en la órbita estético ideológica de Belloch -el mismo, sí, que organizaba ruedas y ruedas de reconocimiento de guardias civiles en el norte para regocijo de los proetarras batasunos--, parecían convencidos de la tendencia inmaculadamente progresista del pueblo español y de las ansias de éste por hacer de la administración de justicia una russoniana puesta en escena de la comprensión hacia el delincuente y del desprecio por las víctimas. Eso, que sólo se ha dado en el País Vasco merced al miedo y a la cobardía -recuerden el fiasco de la sentencia que permitió huir a un asesino etarra que se había cobrado la vida de un policía autónomo-no ha sido lo que se ha ido viendo en los pocos casos en los que, afortunadamente, se ha aplicado esta ley innecesaria e insensata. Al hombre de la calle al que han sentado a escuchar los argumentos de defensa y acusación de un presunto autor de un delito, le ha podido más el sentido social de conservación y defensa que los tecnicismos jurídicos y la blandenguería legal con los que muchos delincuentes han logrado esquivar la acción de la Justicia. Asombrarse ahora de ello y querer recular es manifestar la profunda irresponsabilidad política que abrigó la aparición de esta ley.

En aquél momento, recuerden, todo el que se opuso a la aprobación del jurado popular, pasó ante los ojos de la Nación como un arcaico defensor de la caverna jurídica. Los pocos jueces que se atrevieron a levantar la voz advirtieron claramente lo que podía pasar, pero fueron silenciados por una avalancha de partidarios políticamente correctos. Hoy, esos entusiastas son los primeros en lamentar que, merced a esa disposición, la responsable de la muerte de la joven de Mijas -según la sentencia- haya sido condenada por asesinato. Un juez, parece ser, la hubiera puesto en libertad por falta de pruebas concluyentes. Pues haberlo pensado antes.