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Carlos Herrera  
ABC, 1 de septiembre de 2001
La culpa es de Quintanilla

Se equivoca Blanco. Se equivoca este muchacho de verbo leporino y saltarín. Hay muchos motivos para increpar a José María Aznar por sus palabras en el ritual político de Quintanilla de Onésimo, suficientes al menos para manejar una rueda de prensa y hacerla favorable. Jugar con el nombre de la población, en cambio, como toda argumentación, es reducir el discurso político a un triste puñado de sal gorda, sin imaginación, sin idea de fondo, sin solidez aparente. Deberían pensar los alegres muchachos de Zapatero que culpabilizar a toda una población y retrotraerla gratuitamente a la caverna es caer en la más desfavorable de las descalificaciones, porque digo yo que en Quintanilla habrá socialistas: ¿de veras están satisfechos de que uno de sus inexplicables dirigentes les otorgue la categoría generalizada de trasnochados? Según Blanco, Quintanilla encarna el mal por la sola constitución de su nombre: se habla de la unidad de España, tema que escuece en la sede socialista, y la culpa la tiene el pueblo. Bien, Blanco, bien. Estás que te sales.

El PP pactó, efectivamente, con los nacionalistas, pero huelga decir que los incorporó a la tarea de gobierno, exactamente igual que hizo Felipe González cuando lo necesitó: nada que objetar. El PSOE, en cambio, muestra rumbo errático y disperso cuando de gobernar comunidades se trata: en Baleares, un inexplicable presidente cree «comprensible» que sus socios de gobierno soliciten la autodeterminación; en Cataluña, un eminente vendedor de humo que pasa por ser uno de los mentores del secretario general, habla un día de establecer «federalismo asimétrico» -capten la contradicción- y otro de tomar clases de vasquismo viendo a diario la televisión pública del PNV; en Galicia, el enésimo (que no onésimo) líder local pone sus votos a los pies de los independentistas iluminados del BNG; en la Comunidad Autónoma Vasca, un alcalde «tolerante» con los proetarras juega alegremente a la equidistancia. Y de todo eso Blanco no dice nada. Sólo agradece con pretendida ironía que Aznar hable de la unidad de España justamente en Quintanilla: la política española está necesitada de rituales y la partida de dominó seguida de discurso es uno de ellos, al igual que lo es la dispersión ideológica del acomplejado discurso socialista acerca del modelo de Estado. Aznar está lleno de errores, alguno de ellos relacionado directamente con la misma soberbia monclovita que exhibió su antecesor, pero si quien va a señalarlos es este Blanco, el presidente puede dormir tranquilo: la culpa no será nunca suya. Será de un pueblo con nombre políticamente incorrecto.