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Carlos Herrera  
El Semanal, 26 de abril de 2015
Las uvas dulces

AMPLIARVan para cinco los años que hace que nos dejó José Antonio Labordeta, aquel cantor que podía hacer poesía con la aridez de la tierra, con la despoblación de las comarcas o con la búsqueda permanente de la libertad. Guardaba en su voz de trovador arenoso y coñón una indudable acumulación de ternuras disimuladas y un firme propósito de llaneza con el que llegar a todos. Y por aquí andan sus canciones, siguen sonando en la memoria de quienes le seguimos con precisión: nos gustaban sus melodías, sus letras y buena parte de su significado. A mí, particularmente me gustaban sus maneras de antiestrella, de maestro rural, de discursista ilustrado y a la vez popular. María José Hernández es, a su vez, otra aragonesa con voz de perla que ha demostrado largamente su encanto escondido en los pliegues de la interpretación. 

Y a la que yo conocía poco; hasta que José Luis Campos, sultán de Calamocha, me regaló sabiéndolo un tesoro sonoro, como muchos de los otros que me ha realizado con su amistad de años, el vino de Cariñena o el aceite del Bajo Aragón: Las uvas dulces, el disco que en homenaje a Labordeta ha grabado una delicada y soberanísima María José en estado de gracia. Hernández ha tomado prestadas canciones de Labordeta que pudieran representar una trayectoria y les ha inyectado la vitamina de su juventud y su preciosismo. El resultado son unos cuantos minutos bellísimos de los mejores arrullos de una tierra excepcional y sufriente. Aragón y sus cuitas inspiraron siempre a un Labordeta en constante guardia por las reivindicaciones ante la soledad de páramos, desiertos y vegas, ante el desarraigo de moradores que emigran, de pueblos que se desangran por abandonos seculares, de auroras permanentes en defensa de libertades soñadas e igualdades de manual. En sus canciones, y particularmente en estas, están las claves de la ensoñación constante de José Antonio: María José Hernández las ha elegido bien, las ha arreglado primorosamente, con sencillez deslumbrante, y las ha interpretado con una lealtad casi fraternal.

Labordeta fue diputado en Cortes y de su trayectoria se recuerdan no pocas intervenciones particularísimas, despegado de absurdas vanidades en virtud de esa naturalidad suya resaltable ante tanta afectación general. Hoy, me duele recordar un artículo que le dediqué del que no me siento especialmente orgulloso. Se abstuvo en la votación que aprobó la ilegalización de Herri Batasuna acogiéndose a una excusa de argumentación jurídica un tanto débil. Lo consideré una pequeña traición de aquel apacible hablador tan en búsqueda siempre de la justicia. Fui duro con él, olvidando los muchos años en los que me acompañó como andariego observador por la vida y por las cosas. Él mismo se dolió de aquella contundencia: «Coño, pero si este es amigo mío», le dijo a Pepe Núñez, compañero de escaño y amigo común, entre dolido y sorprendido. No sé si fui justo; sí sé que hice tabla rasa empatando un desliz político con muchos años de recorrido insobornable, y hoy es el día en que lo sigo lamentando. Me ha hecho volver a ello este disco casi proverbial, titulado como una de las canciones que sembró en un álbum delicioso titulado Las cuatro estaciones, mi favorito a la postre de todos los del aragonés bigotudo. José Antonio decía de ese disco que al único al que le había gustado era a mí, lo cual era una exageración, pero sí contenía una verdad: ha sido el trabajo que más me ha conmovido de los muchos suyos. La Sanjuanada, sin ir más lejos, me resulta una pieza dolorosamente conmovedora en lamento por el calor que arrasa en los campos por el San Juan pobre de los adentros. Y así lo demás.

Por este disco y por aquello que cantó («Haremos el camino / en un mismo trazado / uniendo nuestros hombros / para así levantar / a aquellos que cayeron / gritando Libertad»), me venzo a su recuerdo y a su reivindicación. Gracias, María José, por darme la oportunidad de ajustarme cuentas a mí mismo.