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Carlos Herrera  
El Semanal, 12 de abril de 2015
El martillo de Felipe VI

Recuerdo haber escrito con cierta severidad en los días en los que se produjo la transición en la Jefatura del Estado y la titularidad de la Corona que los revoltosos partidarios de una República Popular ya podían darse prisa en conseguir sus objetivos durante aquellas escasas jornadas: en cuanto Felipe de Borbón alcanzase el trono sus posibilidades se iban a ver reducidas a cero. Se acababan las algaradas. Es más, recuerdo haberles marcado la cuenta atrás: daos prisa, que quedan dos días; espabilaos, que queda uno...

Efectivamente, la monarquía pasaba por momentos algo delicados en relación con su imagen de marca; seguramente menos graves de lo que algunos creían, pero dignos de preocupación en cualquier caso. El desgaste de la enorme labor de Don Juan Carlos era evidente y él fue el primero en elaborar una solución tajante y quirúrgica, ya que conocía y conoce como nadie las cualidades que atesora su sucesor. Llegó el momento, el tránsito se realizó de manera ejemplar, y todos los que durante tres días fueron felices exigiendo la instauración de esa República asamblearia hubieron de recoger el grito y la pancarta y despacharla en el desván de los aperos inútiles. El trabajo para el heredero, eso sí, era denso y, aunque muchos estábamos seguros del éxito de la empresa, había quien no las tenía todas consigo. Dicho y hecho: hoy la Corona vuelve a estar en la cima de los aprecios de los españoles, y hasta los enemigos más cerriles de la institución monárquica española reconocen que la rápida labor del Rey en menos de un año ha sido demoledora.

Don Felipe de Borbón ha conseguido transmitir dos valores esenciales: seguridad y ejemplaridad. Seguridad en su conocimiento de las labores que le son propias, tales como garantizar estabilidad e imparcialidad, y representar de forma serena los intereses y la configuración del Estado y de sus ciudadanos dentro y fuera de España; y ejemplaridad en las decisiones tomadas en relación con la transparencia y austeridad de la Casa y sus miembros, decisiones en las que no se puede detectar un solo desliz. Hoy allá donde va Felipe VI impresiona y cautiva, sea visitando a un jefe de Estado de por ahí o inaugurando una fábrica de pinturas. Incluso presidiendo una final de Copa de fútbol ante parte de aficiones hostiles a los símbolos comunes. Entendamos que ha sido educado para ello y ha resultado aplicado en su aprendizaje, cuenta con buenos colaboradores en su entorno inmediato, conoce a todos los que danzan por la vida nacional y estudia cada comparecencia como para que no se le escape detalle alguno. Y se ha ganado, de forma meteórica, el favor popular. Los problemas de España ahora son otros, pero entre ellos no está la Corona.

Pude comprobarlo en su reciente visita a Sevilla con motivo de la inauguración de las instalaciones de Persán, la factoría del gran José Moya, Pepe para los amigos y magnífico ganadero de toros bravos en sus horas libres. Después de cortar la cinta y esas cosas, Felipe VI podía haber montado en su helicóptero y haberse puesto las babuchas en casa tranquilamente, pero acertó queriendo asistir durante unas horas al paso de algunas cofradías de Semana Santa, cosa que Sevilla no olvida. Era Lunes Santo y pudo comprobar el fervor por algunas hermandades de barrio, populares, arrebatadoras, felices, como Santa Genoveva del Tiro de Línea, el Cautivo del Polígono o la Virgen del Rocío de la Redención. También para visitar en su templo a dos hermandades de corte clásico y denso, El Museo y Santa Marta. Tocó 'martillos' (el llamador para alzar los pasos), como metáfora de la llamada al esfuerzo común de los españoles, recibió la petición de venias, observó el transitar de los pasos por la Campana y escuchó la impresionante saeta de Manuel Cuevas a la Virgen de El Beso de Judas.

Y firmó dedicatorias para los chiquillos, saludó a los cofrades apostados tras las vallas o en las sillas de la carrera oficial. Y yo pude comprobarlo porque estaba allí y lo vi con estos ojos que se han de comer la tierra: era vitoreado y querido de forma sincera por un público agradecido.