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Carlos Herrera  
El Semanal, 7 de noviembre de 2004
El lenguaje de los (y las) idiotas

Rodeo tras rodeo, se ha llegado a un punto de irreflexión semántica 

Comienza a ser casi tan cansino como el lenguaje políticamente correcto el lamento que sobre lo políticamente correcto emiten los propios emisores del lenguaje políticamente correcto. Casi voy a ser incorrecto y voy a acabar defendiendo lo políticamente correcto de lo harto que me encuentro.

Hay, indudablemente, un asomo de culpa en quienes crean y manejan ese lenguaje. Ese manoseo de eufemismos amables –o, a veces, sencillamente estúpidos– vino a nacer entre la izquierda universitaria norteamericana en una época en la que el descafeinamiento ideológico de verdades supuestamente intocables hacía peligrar el andamiaje sobre el que se edificaba permanentemente toda revolución fallida. Un compendio de buenas intenciones originales llevó a toda una entropía del pensamiento político –interesantes al efecto las reflexiones de Vladimir Volkoff– y a la imparable carrera de los desorientados izquierdistas europeos por convertirse en el más papanatas de los papanatas. Así, rodeo tras rodeo y paliativo tras paliativo, se ha llegado a un punto de irreflexión semántica de tal grado que una observación detallada del mismo invita al jolgorio más sonoro. Como digo, se observa un indisimulable atisbo de contrición histórica en sus creadores y emisores. Me explico: bien está que la mala conciencia heredada de los norteamericanos les haga sentirse responsables herederos de las prácticas esclavistas o de las conquistas cruentas que exhibieron sus mayores decenios atrás. Así, negros e indios deberían pasar a vivir en pequeños paraísos lingüísticos creados para complacer a minorías concretas. Es un problema que les afecta y que no parecen haber depurado convenientemente, pero, en virtud del mismo, llamar ‘afroamericano’ a un negro en España alcanza unos límites de hipercorrección que entran de lleno en lo absolutamente ridículo. Con ese lenguaje primigenio ha ocurrido lo que con muchos movimientos esteticistas, que han sido víctimas de una mala traducción, pero ve tú a explicarle eso a sus apologetas.

El lenguaje políticamente correcto en España ha adquirido, como en Francia, carta de naturaleza por excelencia. Al ser un producto de la era de lo descafeinado, los profesionales de la mediocridad –esa que tan a menudo quieren hacernos pasar por sensatez– han hecho su agosto. Contaba en esta publicación el valeroso Pérez-Reverte que los grupos de presión feministas han conseguido que el Gobierno de la nación llame ‘violencia de género’ a lo que es ‘violencia doméstica’ (esos grupos y otros más forman parte de los que confunden groseramente sexo con género, cosa que, por mucho que se lo expliques, no consigues hacérselo entrar en sus cerebros). Así, hay que cambiar los nombres de las cosas para hacer felices a los luchadores por igualdades simbólicas: las concejales han de ser concejalas y las ‘profesionales excelentes’, dentro de poco, habrán de ser ‘profesionalas excelentas’. Es llevar lo de ‘Madre Superiora’ a todos los ámbitos. En virtud de ello, el ‘Día Mundial del Niño’ va a cambiar su nombre por el absurdo de ‘Día Mundial del Niño y la Niña’, que hará muy felices a los políticos de izquierda que se pasan el día haciendo piruetas con las palabras para contentar a no sé sabe bien qué colectivo: ya vimos en la pasada campaña electoral que el lema de algunos de ellos era ‘Un Alcalde para Todos y Todas’, dejando claro que hasta la fecha sólo lo habían sido para ellos, pero que ya por fin habían visto la luz. Al igual que el enunciado solidario con los niños y las niñas que sufren, otros ejemplos llevan hasta la caricatura el afán corrector de toda esa pandilla