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Carlos Herrera  
El Semanal, 31 de octubre de 2004
Juanito, Pinocho y la Boquería

Desde primera hora de la mañana tiene dispuesto un excelente surtido de platos

Juanito Bayén Pérez es uno de esos barceloneses que sabe darle lustre a su ciudad. Hijo de aquellos años en los que había que despertar todos los ingenios para sobrevivir en la fauna descarnada de la necesidad, el joven Joan buscó los recursos necesarios para hacerse imprescindible en el marco proteico y suburbial del mercado de la Boquería, ese que pasa por ser, probablemente, el mejor del mundo. Sus padres, emigrantes de Aragón y Andalucía, comenzaron con un tímido establecimiento en la plaza de la Garduña, en la trasera del mercado, para ir accediendo poco a poco a puestos más cercanos a la puerta de las Ramblas en los que instalaron sucesivos bares con los que servir a los lugareños y a los trabajadores; mientras, el menudo mozalbete les vendía papel de periódico a las pescaderas para que envolvieran el producto o conducía con pericia la carretilla en la que transportaba algunos materiales de las obras en las que su padre buscaba el sustento. Fue creciendo e, inevitablemente, haciéndose tan necesario en el paisaje humano como pudo haberlo sido La Moños en los años en los que aquella legendaria mujer recorría la Rambla vendiendo flores con su vestido de colores chillones –en Barcelona se sigue diciendo «eres más conocido que La Moños»–. Hoy, Juanito, heredero del trabajo incansable de sus padres y del suyo propio, dispone del pequeño paraíso de cuatro metros y medio de barra justo a la derecha del acceso principal del mercado: en esa escasa longitud ha conseguido ganar la carrera absoluta de la suprema calidad. El bar Pinocho es una de las citas imprescindibles de todo barcelonés y visitante que se precie de conocer bien la población y sus inacabables recursos; es, sin duda, lo mejor de aquello que Manolo Vázquez Montalbán definió como «las ingles de la ciudad» y que transcurre –no sin accidentes diversos– desde la plaza Cataluña hasta la estatua de Colón. Al bar restaurante de Juanito acudimos aquellos mañaneros que somos capaces de desayunar un extraordinario plato de garbanzos con butifarra negra, que es una de sus excelencias, o un no menos sugestivo conjunto de chipirones salteados con alubias blancas de Santa Pau que prepara con el añadido de un chorreoncillo de aceite, una pizca de sal gris y una reducción de vinagre balsámico. Desde primerísima hora de la mañana, el Pinocho tiene dispuesto un excitante surtido de platos que servir a los más madrugadores o a los más trasnochadores. Desde rape al vermut hasta patatas con centollo. Desde revuelto de setas variadas hasta un soberbio canapé de anchoa que nada tiene que ver con lo comido por ahí. Y estamos hablando del bar de un mercado.

Irresistiblemente encantador, arrolladoramente simpático, Juanito representa lo mejor de Barcelona: dos brazos abiertos para recibir al cliente y una sonrisa sincera para convencerle de las grandezas que surgen milagrosamente de dos fogones pequeños que manejan dos de sus sobrinos. A las chicas siempre les dice que está enamorado de ellas, y ellas no pueden por menos que dejarse llevar por el arrullo educado de un tipo con carisma antiguo, de los que no se llevan, de los que no abundan entre aquellos que empiezan a servir cafés a las seis de la mañana.

Le han propuesto cientos de veces que deje el mercado, que abra un restaurante de mesas con manteles de hilo, que asesore a diferentes franquicias… y él nunca ha querido. Hace bien. La diferencia de Juanito está en su entorno, en su medida, en el trato directo que le permite ser quien es en una barra tras la que se siente seguro. Desde su puesto de mando es absolutamente imbatible, incomparable, y eso lo comprueban los cientos de clientes que cada día guardan turno para sentarse en uno de sus taburetes y almorzar un fricandó con setas de San Juan y una copa de cava.<