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Carlos Herrera  
El Semanal, 17 de octubre de 2004
Fugaces instantes bilbaínos

Está alcanzando una madurez que para sí quisieran otras de su tamaño 


Tiene Bilbao indiscutibles atractivos objetivos como para hacerse merecedora de una y otra visita? Pues no sé. Me pregunto qué me lleva a Bilbao con tanta asiduidad si no cuenta con la estampa arrolladora de la playa donostiarra ni con el caserío imponente y coqueto de la bellísima Vitoria. Tiene un alcalde con bastante buen gusto, eso sí, que sabe elegir para el mobiliario urbano piezas no excesivamente provocadoras y más o menos ajustadas al querer popular, pero eso no basta como para hacer atractiva a una ciudad hasta el punto de considerarla entre las favoritas de uno. Efectivamente, el paisaje humano es, como tantas otras veces, definitivo, y hace de la villa siete veces centenaria toda una aventura.

De puente a puente, de San Antón a Portugalete, Bilbao muestra aquello que supo definir González Ruano cuando aseguró que en cada hombre de allí se escondía un hidalgo entredormido, cosa muy distinta a la jocunda costumbre de ejercitar la bilbainada chistosa y bravucona. La ciudad está alcanzando una madurez que ya quisieran otras de su tamaño y trascendencia, y lo está haciendo desde el esfuerzo de imaginación que supone mudar la piel industrial con la que se vistió hasta que las estructuras que la hicieron crecer –que no las coyunturas– se desvanecieron para siempre.

El paisaje ha cambiado, y eso parecía imposible. No se trata tan sólo del Guggenheim ni de la pasarela Zubizuri ni del metro de Norman Foster, que también; se trata de convertirse en una metrópoli después de haberse sacudido los humos siderúrgicos que la hicieron posible. Llega uno a Bilbao y tiene la extraña sensación de que algo de la ciudad le pertenece, como si la memoria nos fuese común o como si el mundo entero, al decir de Unamuno, fuese un Bilbao más grande. El profesor hizo de la melancolía, como Gabriel Aresti, una forma de entender a la ciudad desde la distancia salmantina (cuentan que su hermano Félix, farmacéutico al que le fue retirada la licencia por su manía de rectificar las recetas de los médicos aduciendo que éstos no sabían nada, llevaba prendida en su solapa una papela que rezaba ‘Por favor, no me hable de mi hermano’).

Hará dos semanas visitaba la ría para llegar al encantador enclave que Agustín Martínez ha abierto en Las Arenas, en Guecho, de nombre hotel Embarcadero –sublime aquella merluza casi desnuda, como una amante a la espera–, y creí ver la aorta navegable de la que nunca dejó de hablar Pío Baroja: equilibrio de claroscuros, promesa de la mar salada, preludio de grandes puertos. Hasta la ría va a tener su gracia. No sé hasta qué punto va a ser bueno que no haya más humo que el propio de los chistes de bilbaínos, pero a la ciudad se le ha despejado el horizonte: algunos ven un drama en el hecho de que la actual ACS consiga la misma producción anual de acero con trescientos veintiséis trabajadores que la que conseguían los Altos Hornos veinte años atrás con tres mil quinientos, pero no dejemos de reconocer que el equilibrio tecnológico ha hecho posible que, tras el sufrimiento laboral inevitable, haya llegado el tiempo en el que el patito feo se vaya convirtiendo poco a poco en un recio y vigoroso cisne. Santiago González –exquisito y demoledor columnista de El Correo– y Nicolás Redondo Terreros –uno de mis héroes civiles más inmediatos– me desgranaban esa realidad en una de las memorables veladas bilbaínas que, como fugaces instantes, cruzan mi vida de cuando en vez.

Si a ese paisaje colorista recién estrenado en las fachadas pintadas de aquellas casas de pisos que se asoman al Nervión le sumamos un futuro libre de balaseras ideológicas, el porvenir de la ciudad resulta lo suficientemente alentador como para que otras tomen nota. Mingo Revulgo, seud