La lonja del Barranco fue mercado hace muchos años. Tantos que viejos amigos recuerdan vagamente el tiempo aquel en el que se despachaba pescado en ese espléndido edificio adjudicado al francés Eiffel. El artista creador del símbolo francés por excelencia, como recuerda el gran Gómez Marín, periodista y profesor de referencia, sabio entre los sabios, dejó mucha impronta en España, sensiblemente en Andalucía. Su trabajo con el hierro y su galvanización posterior fue la creación en un vacío. Todo lo que lleva hierro y es del final del XIX suena a él; pero no siempre lo es, evidentemente. A Eiffel no le dio tiempo a diseñar todo lo que se le adjudica, como el puente de Isabel II de Sevilla, el archifamoso y bellísimo puente de Triana, que fue construido antes de que naciera, pero que se le atribuye erróneamente al igual que muchas otras cosas. Eiffel trabajó mucho, y su estudio recibió miles de encargos que desarrolló, pero sin ser responsable de las obras. La lonja del Barranco fue uno de ellos (antes, incluso, de haber ideado la Tour de París) y no llegó a verlo. De hecho, Eiffel nunca estuvo en Sevilla. Sí su sello, y no es cualquier cosa.
Tras muchos usos, esa lonja vieja acabó siendo refugio de indigentes. Antes había sido oficina de turismo, plató para emisora local de televisión y almacén multiusos del Ayuntamiento. Hasta que este tuvo la idea de convertirlo de nuevo en mercado, pero en mercado con el signo de los tiempos. Madrid estrenó la idea en el mercado de San Miguel, junto a la Plaza Mayor, donde congregó atractivos reclamos gastronómicos que pudieran ser catados in situ: ya no se trataba de que pudieras comprar unos chuletones extraordinarios, sino que consistía en que los pudieras comer allí mismo bebiendo un vino estupendo y acompañándolo de unas croquetas atractivas. En eso se fundamentó el éxito del lugar. Hoy en día, el mercado de San Miguel es un atractivo turístico más de Madrid, está lleno vayas cuando vayas y a la gente le ha dado por ir sin descanso desde hace algunos años. Otros mercados, o sucedáneos semejantes, han proliferado por la capital: Platea, por ejemplo, es una vigorosa apuesta en la plaza de Colón, en el ámbito de una antigua sala de fiestas y cine que congrega marcas y nombres de primera categoría. Aunque solo sea por saludar a mi viejo y querido amigo Luis Pacheco, el brujo de Gold Gourmet, ya vale la pena acercarse a un lugar tan atractivo. Luis es el único capaz de conseguirte el fruto mas exótico que pueda cultivarse en el país más raro, tener trufas blancas cuando nadie aún las ha olido, tomate de Almería, patata canaria o gallega, verduras exuberantes, y todo con una sonrisa franca y amigable como la de pocos humanos que haya podido conocer. Córdoba, como saben, ensayó y triunfó con el mercado de la Victoria, en pleno paseo de su mismo nombre, donde demostró que la tradición gastronómica cordobesa es una excelencia sin discusión posible. Tras todo ello y tras otros ejemplos excelentes, llega el momento del poema machadiano: ... y Sevilla.
En la lonja del Barranco ha nacido una nueva experiencia semejante a las anteriores. Sevilla estrenó su mercado gastronómico hace poco más de tres semanas y ha colmado los deseos de muchos lugareños y visitantes. Más de veinte placeros exhiben lo mejor de su imaginación en fogones y platos fríos, aderezado con ese componente añadido que tienen algunos lugares españoles: lo interior es una forma de extraordinaria categoría, pero está aderezado con la fortuna de que al salir, alrededor, está Sevilla; el puente hacia Triana; el río más cantado de España, que es el Guadalquivir; el clima y la gente; el aroma a trascendencia cotidiana que atesora uno de los puntos sensibles de este país, que pasa por ser en el que mejor se come del mundo. Una vez más, Sevilla tuvo que ser. Con su lunita plateada y su mercado. Que no es de Eiffel, pero ni falta que hace...