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Carlos Herrera  
El Semanal, 13 de septiembre de 2004
El archivo de la duquesa

La que en su día llamaron Duquesa Roja hubo de conciliar la necesidad y la virtud

Una duquesa es una duquesa por muy pronto que se levante, pero, como en tantas otras cosas en la vida, hay duquesas y duquesas, como hay fontaneros y fontaneros o como hay periodistas y periodistas. Luisa Isabel Álvarez de Toledo, Duquesa de Medina-Sidonia es, convengamos, una duquesa peculiar, de trato directo, de expresión rotunda y de armas tomar, las mismas que blandió en su día su antecesor Guzmán El Bueno cuando defendió como defendió su plaza ante la morería arrolladora. Fernando IV, que debía ser un rey generoso, le concedió a Alonso Pérez de Guzmán lo que entonces era Sanlúcar y, desde entonces hasta ahora, no ha faltado ninguno de sus descendientes en el castillo que empezó siendo su residencia y que hoy cobija la casa en sí misma, el impresionante archivo familiar y una deliciosa hospedería de reciente apertura. Luisa Isabel, en lugar de dormir al arrullo de las camas crujientes de su palacio, se arremangó en su día para trasladar desde un guardamuebles todos los documentos incunables que sus parientes habían ido acumulando durante siglos y se puso, ella solita, a archivarlos uno a uno con la paciencia de un orfebre antiguo.

Con los años, dispone de la mejor y más extensa documentación sobre las vicisitudes de los suyos, que son, en realidad, las vicisitudes de la España de aquella época en la que se reconquistó el territorio patrio y se emprendió la aventura americana. En lugar de guardarlo bajo siete llaves y dejar que la polilla se ponga las botas, la duquesa ha dispuesto que esos más de seis mil legajos estén al servicio de la sociedad y que los investigadores adecuados puedan escudriñar en su tesoro para, entre todos, dejar de ignorar el pasado común. Su palacio, que tiene las puertas abiertas a quien quiera visitarlo –no se pierdan la colección de bargueños y su colección inacabable de cuadros de Roleas--, suele ser sede de cursos de verano de la UNED; su patrimonio está adscrito a una Fundación creada por ella al objeto de impedir su fraccionamiento o dispersión; una parte de sus dependencias se ha convertido en una fascinante hospedería a precios más que razonables...

Cosas todas de una mujer inquieta, con fama de Rotelmeyer, que de la misma manera que te abre las puertas con toda cordialidad te puede dar un bufido como te comportes como un chufla: algún que otro funcionario con pretensiones ha visto como la señora fruncía el ceño y le invitaba a tomar viento fresco después de comprobar cómo la oficialidad menospreciaba su trabajo de días y días y noches y noches.

Y es que el tránsito no ha sido sencillo, evidentemente. La que en su día llamaron Duquesa Roja hubo de conciliar la necesidad y la virtud, la cama en la que durmió Felipe V, la espada que blandió no me acuerdo que Guzmán, el tapiz que ya era viejo en el siglo XV y la mesa sobre la que dispusieron sus viandas para que se desayunara Fernando el Católico con las onerosas facturas con las que se despachan los conservadores palaciegos y las compañías de la luz y del agua. Lo concilió de una manera directa y un tanto inusual en ambientes aristocráticos sin modernizar: abrió las puertas, compartió tesoros y actualizó sinergias.

Hoy su Fundación goza de buena salud, el patrimonio está a salvo, los incunables están al alcance de todos y su palacio dispone de habitaciones sencillas pero sabrosas en las que sentirse por una noche testigos de aquellos siglos en los que los caballeros arriesgaban la vida por cualquier pendencia en la que estuviera en juego el honor. Conozco más de un aristócrata así: gente que sabe en que siglo vive y que trabaja para poner al servicio de todos lo que la historia puso en sus manos. Pero Luisa Isabel, digamos, es un exponente excepcional. Visiten Sanlúcar de Barrameda, su casa Palacio de Los Guzmn