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Carlos Herrera  
El Semanal, 14 de septiembre de 2014
Tira do Cordel

Tira de cordelDejé atrás Corcubión y su elegancia melancólica, frondosa de pazos, casas nobles y aire de mar antiguo, y anduve sube y baja hasta llegar a Finisterre-Fisterra. Etapa breve, de sendero más o menos amable, con sorpresa final: a la vuelta de unos arbustos, la playa de Langosteira, vista desde lo alto, como una promesa de paraíso blanco y azul. En esos días en los que el calor desarma a los más desprevenidos, esos dos kilómetros de arena en ensenada eran el vaso de agua clara y fresca que todo caminante sediento espera que los druidas le echen por lo alto. Diéronme ganas de echar a correr, soltando a la carrera mochila, palo, gorra, camisa y lo que estorbara para entrar en el mar a galope de la calorina fatigosa de julio. Uno de los más bellos parajes que todo peregrino puede encontrar. Y un agua helada, como cien cuchillos por los pies que desalientan a cualquier valiente. Yo no lo soy: tardé un par de horas en poder entrarle al mar sin descaro y escasos segundos en salir pitando como alma que lleva el diablo.

Mi pretensión era llegar a Muxía, en busca de aquel rodaballo que aún vive conmigo en algún rincón del paladar. Y también lo era andar o trepar por la ruta de los faros que a la salida de Finisterre te lleva por los escarpados riscos de Punta Mexadoira, la cascada dulce bajo la que admirar Petón Vermello, una vez pasada la playa de O Rostro. Luego buscar Lires y, poco a poco, llegar a las playas de Lourido o Nemiña, allá donde la costa da Morte está llena de vida. Pero hube de esperar a caminar por la recortada senda de piedra y musgo que habría de mostrarme mi amigo Santi, mi sherpa local. Antes, el cabo Finisterre. La desaparición del sol en una tarde taumatúrgica. Auparme hasta el faro. Curiosear por la lonja. Pasear por el sendero que ciñe Langosteira con los brazos de los pinos del norte. Y comer.

Ahí estaba, como un juramento cumplido, Tira do Cordel, en lo que fue una vieja fábrica de salazón a pie de arena. No recuerdo si hay cordel del que tirar, pero sí lo que viví en apenas dos horas de sobrecogimiento. Pepe Castiñeira, que ha sido carpintero, y marino, y emigrante en Suiza, cual si pareciera un gallego de ración, manejó siempre bien las brasas. Abrió con su familia semejante casona de piedra y arena y dedicose a tratar de tú a las lubinas, a limpiarlas, sellarlas en sal, posarlas sobre carbón vegetal y, después, abrirlas y regarlas con algo de aceite y vinagre. Para alguien transido como este caminante hambriento y temeroso de las aguas frías, aquella lubina fue un presente inesperado. Luego supe de alguna de las características del proceso: en Tira do Cordel buscan los mejores ejemplares y, al igual que se hace con las carnes, le dan unos días de cámara, guardando y conservando la lubina entre hielos a baja temperatura, esperando que tome el sabor debido.

Una lubina recién pescada sabe a agua y aquella era un bofetón excitante de sabor, la mejor que haya podido probar jamás. Conozco grandes brasas (Elkano en Guetaria, Etxebarri en el Duranguesado, La Castillería en Vejer, Güeyumar en Ribadesella) y Tira do Cordel no le anda a la zaga a ninguna. Las navajas y las zamburiñas dan fe de ello (y la empanada de maíz y xoubas que por casualidad había confeccionado para ellos Junquera en la cocina, también). Aturdido, sorprendido, asombrado, me estiré en la arena cual largo soy y me dediqué a repasar sabores y a pensar que diría el Santo de aquello. Al Apóstol ya le había suministrado el abrazo de cada año, pero si volviera a verle habría de contarle lo vivido, lo bebido y lo comido una vez dejado Santiago a mi espalda en busca del mar, de esa cosa redicha que es la asombrosa frondosidad de las hortensias o de los regatos pequeños que gracias a Rosalía no dejé de ver por todas partes.

No me canso, con la tozuda frecuencia de los veranos, de tirar del cordel de Galicia, esas finas hebras plateadas que jalan del arado del tiempo.