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Carlos Herrera  
El Semanal, 29 de junio de 2014
Mis mundiales y III

Y llegó Sudáfrica. Y la historia cambió por fin, después de tantos años de sequía, de esperanzas quebradas, de malditismos inexplicables. La tradicional mala suerte de la selección se transformó en bendita fortuna, en forma de tobillo de Iker, de penalti fallado por los adversarios o de remate al poste en el último minuto. Ya no era cosa de los penaltis de Eloy o de Joaquín, del codazo a Luis Enrique o el 'no gol' del gran Cardeñosa. La suerte esta vez se alió con el talento de los jugadores españoles... y el combinado nacional, partido a partido, montaña a montaña, llegó a la cumbre de la cordillera.

Todos los comentaristas de todos los campeonatos acostumbran a inflar las posibilidades de triunfo de sus equipos con el objeto de llamar la atención de los aficionados y espectadores. Por ello nunca fue raro escuchar que España era una de las favoritas. Lo fue siempre que comenzaba un mundial. Luego, claro, pasaba lo que pasaba. En esta ocasión, cuando escuchaba a los compañeros de deportes afirmar sin cortarse que nuestro equipo era uno de los grandes candidatos al título, algo me decía que tenían parte de razón, pero que para llegar hasta una final había que sortear tantos obstáculos que no sería extraño sucumbir ante alguno de ellos.

El mismo inicio del campeonato lo confirmó: caer ante la modesta Suiza invitaba a pensar que no había nada que hacer, que la mala suerte se cebaba con España, que todos sabían cómo jugarle a la campeona de Europa y que el chasco podía ser monumental. Pues no. En 2010 se demostró que la adversidad puede ser vencida. Cayeron Honduras y Chile y el susto se pasó. Y a la poderosa Portugal de Cristiano y compañía se la venció no sin susto ni tensión. Y ante Paraguay brilló la fortuna que faltó en anteriores torneos. Y ante Alemania se sufrió, pero se venció con raza, casta, entrega. Y Holanda fue la demostración de la impotencia ante el toque virtuoso de unos hombres con goznes bien engrasados. El hatajo de cerdos vestidos de futbolistas que masacraron a patadas a los españoles no pudieron parar finalmente el hambre de triunfos de unos muchachos que representaban a una afición con demasiadas frustraciones a la espalda.

Casillas alzó la Copa, y nosotros nos echamos a la calle vestidos con camiseta roja e izando banderas españolas en los mástiles de cada brazo y cada mano. Se dio un caso curioso: todos los que torcían permanentemente el gesto por la exhibición de la bandera española consideraron que en el ámbito deportivo ello era tolerable. Daba la impresión de que mesnadas de españoles estaban agazapados a la espera de hallar una oportunidad de blandir banderas sin ser sospechosos de parecer unos cavernícolas. Gracias a esa condescendencia progre, los que salieron salimos vestidos de España lo hicieron hicimos con la tranquilidad de homologarnos a ciudadanos de todo el mundo cuando celebran sus éxitos colectivos.

Aquella noche en Sanlúcar de Barrameda, con todo abierto, la gente brindando, cantando por la calle, los pasacalles de bar en bar y venga banderas y banderas, resultó inolvidable. Solo por esa noche valieron la pena los nervios, las contrariedades, los disgustos, las decepciones y los cabreos de tantos años vagando de campeonato en campeonato, siempre eliminados por gente que no era necesariamente mejor. Solo por esas horas saboreando la sensación de pertenecer a la comunidad cuyo equipo resultaba ser campeón del mundo valieron la pena los venablos, insultos, injurias, dicterios, mofas, invectivas y vituperios clamados a lo largo de estos años. Y no dejemos atrás las blasfemias, que han sido irreproducibles, como las maldiciones o los reniegos que han salido de mi boca y de la boca de todos los seguidores de la selección a lo largo de los años descritos en esta serie de artículos. La edición de hogaño ha sido un rotundo fracaso, un triste y lamentable fin de ciclo, pero Sudáfrica puso el contador a cero. No importa lo pasado antes de aquel verano. Importa lo que está por llegar... Que volverá a llegar.