Para un aficionado al fútbol, los mundiales son como para un goloso quedarse encerrado toda una noche en una pastelería. Es  la gran ceremonia, la fiesta fastuosa, el aquelarre total. El  despiporre. Es percatarnos de que nos interesamos por selecciones o  encuentros por los que nunca moveríamos un dedo: consideramos un  partidazo un Paraguay-Ucrania y no queremos perdernos bajo ningún  concepto el gran clásico Australia-Suiza. Ya no les digo cuando llega  Argentina-Brasil o Italia-Inglaterra. Es un mes garantizado frente al  televisor a una media de dos entregas diarias. Cuando este  suelto esté en sus manos, ya habrá comenzado el campeonato en la  controvertida sede brasileña ya verán lo que serán los Juegos Olímpicos  en Río y habrá jugado España su primer partido, que por caprichos del  bombo es el mismo con el que se cerró el anterior campeonato. Nos espera  una Holanda con ganas de ajusticiar al fútbol español y con el deseo de  desquitarse de tres finales; tres, perdidas.
El fútbol,  ciertamente, le debe un Mundial a esa prodigiosa Holanda que nació con  la Naranja Mecánica basada en el Ajax de Cruyff; la que cayó primero  ante Alemania, cuatro años después ante la Argentina de Kempes y hace  cuatro años ante la España de Iniesta. Solo que espero que no sea este  año, ya que nuestra selección tiene una oportunidad magnífica para  pulverizar todos los récords habidos y por haber: en continente  americano nunca ganó un equipo europeo y tampoco nadie ganó dos  mundiales y dos eurocopas consecutivos. Si lo consigue esta  España de Del Bosque, ya podemos echarnos a dormir un par de décadas.  Pero no será así, desgraciadamente, ya que a España también le toca  perder alguna vez, y en esta ocasión hay equipos que parecen ser más  fuertes. Ojalá me equivoque: tiene todas las trazas de que podremos  llegar arriba, pero no a la cumbre.Recuerdo mi primer Mundial como si  fuera ahora. Mi primer Mundial consciente de lo que veía, quiero decir.  Inglaterra 66. Yo andaba a las puertas de los nueve años y mi padre  había comprado un televisor Anglo obvio es decir que en blanco y negro  que presidió el comedor de casa durante tantos años como los que tardó  en llegar el Mundial de España.
Recuerdo levemente los esfuerzos  de Fusté por parar a aquella bestia alemana de toque prodigioso llamada  Uwe Seeler, que nos derrotó a cinco minutos del final, cosa muy propia  de Alemania. Y me acuerdo del grandioso Eusebio, y de los traviesos  coreanos del Norte. Y recuerdo la siesta de mi padre  interrumpida por el gol fantasma de Inglaterra en la prórroga de la  final ante los alemanes: iban ganando los ingleses, empató Alemania a un  minuto del final, como procede, y en el tiempo añadido llegó aquel gol  que seguimos sin saber si fue gol o no (parecido al de Míchel ante  Brasil, que sí lo fue), pero que le dio a los ingleses su único Mundial.  Desde entonces, la copa que promovió Jules Rimet ha pasado a ser como  el Tour de todos los veranos, cita ineludible. Vibré con el  prodigioso Brasil de México 70; enloquecí con la Holanda de Rep, Cruyff y  Kaiser; con la de los hermanos Van de Kerkhof en la Argentina del 78,  la que vi de cabo a rabo en la cantina de la estación de Sevilla  mientras servía militarmente a la sociedad. Aquel año, España volvía  después de mucho tiempo fuera de la clasificación. Recuerden el gol de  Rubén Cano. Y Argentina parecía propicia.
Pero no lo fue. Tuvimos  a Brasil a punto de caramelo, pero la pelota aquella que todos sabemos  no entró, perdimos de forma inverosímil ante Austria y de nada nos  sirvió ganar a Suecia. Aquel verano lo fue de contrariedad: volver a la  élite para no pasar a la segunda ronda. De Kubala, el gran  Kubala, se decía que ganaba los partidos intrascendentes y perdía los  importantes: no era del todo cierto, ya que fue el que empezó a  construir la selección española que ha ido desembocando en la actual, la  que cuando lean estas líneas ya sabrán cómo se ha estrenado ante los  holandeses en Salvador de Bahía. Qué ansia por saberlo. Qué pasión esta  del fútbol, córcholis.