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Carlos Herrera  
El Semanal, 9 de agosto de 2004
Estella le quiere, maestro.

Otro año más, volvió a ocurrir ese fenómeno único de fascinación colectiva que se da en la plaza de toros de Estella la Bella --“que no lo ves hasta que estás en ella”-- en cuanto, como un auriga dorado, cruza las puertas del aire el torero más valiente, el más artista, el más gladiador que jamás vio la tauromaquia: Agustín Hipólito Rivero “Facultades”.

La Plaza, que no se llenó cuando se anunciaron números uno del escalafón, ofrecía un aspecto abarrotado, ya que, no en vano, algún estratega del desánimo había hecho correr la suerte de que, tal vez, este fuera el último año en activo de Facultades, el cual, algo cansado ya, habría sopesado la posibilidad de retirarse a sus tierras y sus asfaltos a rememorar al calor del fuego sus tardes de gloria, a recibir a los jóvenes maletillas que le tienen como referencia o a escribir sus memorias por fascículos para el Diario de Navarra.

Él mismo lo dijo en un arranque de sinceridad ante los micrófonos de Onda Cero Estella cuando, no sin temblor en la voz, el compañero le preguntaba por esta serpiente venenosa de verano que había ensombrecido las fiestas: “muchas veces pienso en dejar paso a los más jóvenes, pero qué le digo yo a la gente que me dice que, si me voy, ¿quién se queda?”.

Ese gesto de generosidad para los que le seguimos allá a donde vaya le engrandece, maestro, porque, si efectivamente usted se va, ¿dónde veremos citar al toro con la muleta plana y recta, mecerse a su paso en el desprecio por la vida que usted muestra, derramar almíbar con lisura en cada lance imposible, ignorar el peligro como el que ignora la muerte o dibujar en el suelo, para el que quiera verlo, el jeroglífico irresuelto del arte?.

Cuando llegó usted a la plaza en el flamante Mercedes que Lorenzo González pone todos los años a su disposición --la tozudez con la que usted se niega a anunciarse más tardes le hace imposible enriquecerse--, en el aire caliente que viene de Urbasa o de Montejurra se presumía la belleza de la que iba a ser una tarde inolvidable. ¡Qué manera de arriesgarse con aquél cinqueño! ¡Qué manera de exponer ante un toro que apretaba y apretaba y que obligaba a tirar de todos los exclusivos conocimientos de la tauromaquia que usted atesora! La Plaza rugía, la Plaza bramaba, la Plaza se extasiaba.

Incluso la Plaza se extrañaba de que este año no le sobreviniese la inoportuna arcada, seguida de emesis, con la que humaniza el trance del riesgo queriendo hacer ver que usted es como los demás. Algo muy generoso por su parte, pero que no nos creemos: un hombre que lleva vida casi monacal, renunciando a luminarias y a vanaglorias, que prefiere señalizar carreteras durante el invierno y que ha visto como lo que no le hacen los toros se lo hacen los camiones no es un hombre corriente.

Yo mismo me sorprendo, al hablarle a amigos taurinos de usted, de que algunos tengan sólo referencia suya como de una lejana leyenda perdida entre brumas norteñas. Como si les hablara del abominable hombre de las nieves. Los que, en cambio, estamos presentes en el milagro de cada año en el coso de la calle Yerri, sabemos que la realidad es otra: una afición sincera y cariñosa se echa a la calle para ver repetido el prodigio de la hipnosis conjunta. Un hombre y un toro. El silencio. El miedo (de los demás, claro). La emoción.

Y, finalmente, cuando se comprueba que ha salido usted vivo un año más, la apoteosis: la puerta grande, la pelea por llevarle a hombros, el Mercedes de Lorenzo… y luego la discreción, el acallo, que así es usted, que pudiendo asombrar a más públicos prefiere el minimalismo de una sola plaza. Por eso le quiere una afición que cuenta impaciente los días que faltan para que lleguen las Fiestas y se anuncie otra vez su nombre en letras<