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Carlos Herrera  
El Semanal, 2 de agosto de 2004
Les dues germanes

Así titula su última entrega editorial el vibrante, caústico, certero, clarividente y descreído Arcadi Espada, autor de varias provocaciones imprescindibles en el políticamente correcto universo periodístico español. Arcadi se ha atrevido con asuntos intocables para el acomodado reporterismo catalán, y algún arañazo le ha tocado en suerte por su osadía.

Quienes le seguimos casi religiosamente le tenemos como una especie de héroe civil y, de mayores, a muchos nos gustaría ser como él. En esta ocasión se deja llevar por el gusto, por el inmenso planeta que cabe en los pocos centímetros cuadrados del paladar, glosando la vida y obra de dos hermanas. Las dos hermanas son las hermanas Rexach, Lolita y Paquita, propietarias del restaurante que mejor combina la tradición y el acomodo a los tiempos que corren, es decir, a la modernidad: el “Hispania”.

Fue en un principio un surtidor de gasolina en el que paraban los camioneros a beber cerveza y a engullir algún que otro alimento sólido, y ha devenido con los años en el templo que ya anunció Néstor Luján --otra vez Néstor Luján, siempre Néstor Luján, el más grande-- cuando citó a Curnonsky, tratadista gastronómico del siglo XX, en aquello que sentenció: “Et surtout, faites simple”. Decía el sabio mataronés que, efectivamente, cuando la calidad es extraordinaria, la cocina ha de ser sencilla; como solía hacer el gran Joan Durán en el restaurante “Los Límites”, en La Junquera, mentor primero de las hermanas de Caldetas. Lo hacen fácil, lo hacen bien. Diría que extraordinariamente bien.

El paisaje de aquella antigua carretera nacional que venía de Francia y que se metía poco a poco en Barcelona, con sus arboledas, sus adoquinados, su lentitud silenciosa, ha cambiado a una lengua asfáltica por la que cruzan veloces los nietos de aquellos conductores de gorra y medio guante que paraban a repostar; sin embargo, el “Hispania” sigue en el mismo sitio, imperturbable, como testigo tozudo de la tradición.

El libro recoge la evolución que han seguido estas artesanas de la cocina de la memoria y concluye que “si al hombre le gusta lo que comía de pequeño, habría que investigar por qué le gusta al pequeño lo que le gusta, y, en llegando al fondo, concluir si en todas las cosas buenas no hay un regusto de leche mamada”.

Sólo lamento que dedique poco espacio a uno de los puntales que puede servirse en sus platos: el tomate. No siempre lo comemos bueno: a quien esto escribe sigue estremeciéndole el sabor dulce del tomate RAF, por ejemplo, aquél que se cría en unos pocos bancales de la tierra almeriense y que llega a costar casi tanto como el jamón. El RAF es insuperable con un poco de aceite y sal algo gruesa y no hay como comerlo cuando Jesús Caicedo, el hombre que sugerimos algunos debía suceder a Aznar en el PP --es alcalde de Cuevas del Almanzora, su pueblo y el mío--, lo saca a pasear desde su alhóndiga selecta. Antonio García Barbeito, otro que tal, atesora tomates que siembra en Aznalcázar, Sevilla, su paisano Luis, y son tomates de semilla portuguesa que alcanzan kilo y medio cada uno, carnosos, sabrosos, ambrosía en estado puro. Antonio ha querido plantar una de esas tomateras en su casa pero no le ha salido igual, con lo que ha deducido que no sólo es la tierra casi harinosa, el estiércol, el agua y el madurar permanentemente a la sombra: es el amor con el que se labra.

Los tomates del “Hispania” tienen esa carnalidad desusada de la que hablo, la suavidad antigua de los tomates criados con afecto casi personal, el sabor pletórico que llena toda la boca y te obliga a cerrar los ojos para deleitarse un poco más. Arcadi debía de haber hablado más de ellos. Todo se andará, no obstante, ya que nos quedan otros cincuenta añ