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Carlos Herrera  
ABC, 30 de mayo de 2014
Bastante poco ha pasado

Las rabietas son tan legítimas como inevitables. Y lo ocurrido en España tiene mucho que ver con ello

VEAMOS. Es esta una sociedad en la que se han producido unos cambios asombrosos en el transcurso de seis años. Desde 2008 los españoles han perdido no poca calidad de vida: empleos destrozados, ahorros consumidos, servicios recortados, panoramas sombríos… A la par que se perdían los trabajos con los que las familias salían adelante, la población asistía a lamentables fenómenos de corrupción, a escándalos judicializados en los que la clase política no salía excesivamente bien parada. La pregunta es elemental: ¿cómo pretenden algunos que el electorado no reaccionara en unas elecciones propicias al desahogo en las que poder castigar al bloque político más convencional, sea derecha o izquierda?

Poco ha venido a pasar. Un parado de cincuenta años que asiste al espectáculo dramático en el que se cita en los juzgados a políticos de uno y otro signo, acusados de corrupción, acaba tirando los carnés por la ventana, se jura no volver a votar a quienes pueden ser responsables de su ruina, piensa su reacción y lo mismo se queda en casa que busca la forma de exteriorizar su enfado. Puede abstenerse o puede entregarse abiertamente a quienes acusan al Sistema de arruinarle. Lo primero entiende el PP, gobernante, que no es problema ya que siempre hay que contar con un porcentaje de desahogo, pero lo segundo le inquieta casi tanto como al partido de los socialistas: esos votos que se van con los cabreados es muy difícil que vuelvan. Cierto es que pueden desengañarse y regresar a la casa común de la izquierda, pero no es un mecanismo inmediato, ya que desde esa izquierda infantil y enfadada se venden paraísos que no son reversibles a no ser que se gobierne y se decida. La palabrería izquierdista es sencilla y básica, pero prende entre aquellos que consideran que han sido timados por el régimen.

El ascenso de formaciones populistas y pretendidamente revolucionarias es una consecuencia inevitable de la degeneración política a la que se ha visto abocado nuestro país. Qué menos que obtenga cinco diputados europeos una formación que muestra, fundamentalmente, un monumental enfado con el sistema. Podría ser peor: véase Francia, Austria, Dinamarca, Reino Unido. Nos llevamos las manos a la cabeza por el hecho de que los partidos mayoritarios hayan perdido cinco o seis millones de votos, pero ¿alguien de veras podría creer que la cosa pudiera solventarse de otra manera? Las rabietas son tan legítimas como inevitables. Y lo ocurrido en España tiene mucho que ver con ello.

Es muy probable que las dos formaciones políticas que han gobernado desde la caída de esta pachanga expansiva vuelvan a gozar de la confianza de la mayoría de los ciudadanos, pero antes tendrán que convencer a los cabreados de que han entendido el mensaje: la crisis no ha sido creada por los trabajadores, la corrupción y su tratamiento compasivo son inaceptables y España y Europa merecen una reflexión. Si los mayoritarios no plantean reformas en ese sentido, un buen número de ciudadanos se lanzarán en brazos de quienes les aseguren el paraíso mediante la radicalidad y una cierta dosis de rencor. Que crezcan aquellos que no tienen más compromiso con la gobernabilidad que un cierto vocerío revolucionario es lo menos que le puede pasar a una sociedad con mecanismos gastados. La regeneración pasa por reinventar la política, por instaurar mecanismos para que no triunfen aquellos que basan su éxito en la frustración general.

El problema no está en que un iluminado o unos populistas obtengan votos en aluvión procedentes del desengaño y el hartazgo. El problema está en que no se sepa diagnosticar que la sociedad requiere mecanismos nuevos de reequilibrio. Lo contrario será terreno abonado para aquellos que apuestan por propuestas irrealizables y repletas de irracionalidad. España merece un esfuerzo, un respiro, una reflexión.