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Carlos Herrera  
El Semanal, 26 de mayo de 2014
La boda, pasados diez años

AMPLIARHace ahora diez años, día más día menos, que en Madrid pareció caer una tromba de agua de las que se comparaban con las del entierro de Zafra, que el ataúd era de zinc (o cinc) y flotaba en la espuma. Quien esto escribe estaba allí, y por ello puede asegurar que, a pesar de las apariencias, técnicamente no llovió: durante la ceremonia, ciertamente, no cayó ni una gota. ¿Qué ceremonia? La boda en la catedral de la Almudena del príncipe Felipe y Letizia Ortiz, que inmediatamente se convirtió en princesa de Asturias. Todo estaba previsto para que el fasto fuera esplendoroso, soleado y jubiloso, pero la lluvia previa y el aspecto plomizo del día hicieron que se desluciera la repercusión popular del acto. La princesa debía cruzar andando desde el Palacio Real hasta la iglesia y allí, además del príncipe, le esperaría una cámara subjetiva de TVE que lograría que los espectadores tuvieran la sensación de que los contrayentes caminaban hacia ellos. Pero la manta de agua hizo que se montara en el Rolls de Patrimonio Nacional y olvidara la larga y hermosa alfombra. El Sacramento y la Eucaristía fueron administrados por el cardenal Rouco y ahí que estuvimos entretenidos los invitados viendo a este y viendo al otro. Lo que había allí no era menudo: desde Mandela a Carlos de Inglaterra, pasando por el Gobierno, las casas reales, primeros ministros, expresidentes y toda la espuma social de Europa entera.

La Casa Real tuvo a bien honrarme con una invitación para Mariló Montero y este servidor, que allí fuimos con nuestras mejores galas. Estaba sentado entre Jiménez Losantos e Iñaki Gabilondo, que por aquel entonces se arreaban a diario de micrófono a micrófono, pero que aquella mañana se saludaron cordialmente como dos caballeros. Los comentarios acerca de la ceremonia fueron suculentos, pero no es momento de desvelarlos, a excepción de dos momentos de destello: cuando apareció Carolina de Mónaco y cuando lo hizo Rania de Jordania. Al verla cruzar la calle sola, sin la compañía de su esposo, coincidimos los tres, más Luis del Olmo sentado una fila por delante, en que Ernesto de Hannover había agarrado una turca de narices y que estaba roncando entre arcadas en la cama de hotel. Y luego se confirmó que así fue. Rania, que paseó por media iglesia con un porte de modelón de altura, vestía una falda larga y vaporosa combinada con una blusa blanca que la hacía casi extraterrestre. Nos fascinó. Al momento de abandonar la catedral y cruzar hacia palacio comenzó de nuevo una llovizna que nos retuvo algunos minutos en el interior: justo hasta que Carlos de Inglaterra, el tío con más clase de Europa, tomó un paraguas y abrió el cortejo. En ese momento, curiosamente, salió tímidamente el sol.

Una vez en el Palacio Real fuimos repartidos por diferentes salas procurando no mezclar según qué chusma con según qué realeza. Por ejemplo, un tipo como yo con una reina como la de Dinamarca. Ahí vimos al maestro Pertegaz y al propio rey, que entró a saludarle y felicitarle por el vestido de novia, un secreto bien guardado, por cierto, hasta su aparición. El banquete propiamente dicho comenzó una vez volvieron los novios de su periplo por Gran Vía, deslucido por la lluvia y lo desapacible de aquella mañana, y tras haber dejado el ramo de novia a la Virgen de Atocha en su basílica. Ahí demostró Letizia un apabullante control de las emociones sonriendo sin derramar una lágrima (como había de ser) al escuchar la conmovedora interpretación del himno de Asturias que realizó un numeroso grupo de gaiteros. No le tuvo que ser fácil. En el Patio del Príncipe, Jockey sirvió un menú que recuerdo agradable, al igual que los variados aperitivos. Comimos juntos, entre otros, Mariló, los políticos socialistas y buenos amigos Rafael Simancas y Enrique Múgica, y algún representante diplomático de exquisito trato. En algún momento especulamos con la posibilidad de visitar los excusados y encontrarnos en el inodoro contiguo con algún miembro de cualquier familia real. Diese la circunstancia de que cada visita al mingitorio se saldara con sequía de encuentros; concluimos que los pertenecientes a la realeza tienen la vejiga forrada de titanio y que están entrenados para aguantar las horas necesarias sin visitar lugares inadecuados.