Hace ahora diez años, día más día menos, que en Madrid  pareció caer una tromba de agua de las que se comparaban con las del  entierro de Zafra, que el ataúd era de zinc (o cinc) y flotaba en la  espuma. Quien esto escribe estaba allí, y por ello puede asegurar que, a  pesar de las apariencias, técnicamente no llovió: durante la ceremonia,  ciertamente, no cayó ni una gota. ¿Qué ceremonia? La boda en la  catedral de la Almudena del príncipe Felipe y Letizia Ortiz, que  inmediatamente se convirtió en princesa de Asturias. Todo  estaba previsto para que el fasto fuera esplendoroso, soleado y  jubiloso, pero la lluvia previa y el aspecto plomizo del día hicieron  que se desluciera la repercusión popular del acto. La princesa debía  cruzar andando desde el Palacio Real hasta la iglesia y allí, además del  príncipe, le esperaría una cámara subjetiva de TVE que lograría que los  espectadores tuvieran la sensación de que los contrayentes caminaban  hacia ellos. Pero la manta de agua hizo que se montara en el  Rolls de Patrimonio Nacional y olvidara la larga y hermosa alfombra. El  Sacramento y la Eucaristía fueron administrados por el cardenal Rouco y  ahí que estuvimos entretenidos los invitados viendo a este y viendo al  otro. Lo que había allí no era menudo: desde Mandela a Carlos  de Inglaterra, pasando por el Gobierno, las casas reales, primeros  ministros, expresidentes y toda la espuma social de Europa entera.
La  Casa Real tuvo a bien honrarme con una invitación para Mariló Montero y  este servidor, que allí fuimos con nuestras mejores galas. Estaba  sentado entre Jiménez Losantos e Iñaki Gabilondo, que por aquel entonces  se arreaban a diario de micrófono a micrófono, pero que aquella mañana  se saludaron cordialmente como dos caballeros. Los comentarios  acerca de la ceremonia fueron suculentos, pero no es momento de  desvelarlos, a excepción de dos momentos de destello: cuando apareció  Carolina de Mónaco y cuando lo hizo Rania de Jordania. Al verla  cruzar la calle sola, sin la compañía de su esposo, coincidimos los  tres, más Luis del Olmo sentado una fila por delante, en que Ernesto de  Hannover había agarrado una turca de narices y que estaba roncando entre  arcadas en la cama de hotel. Y luego se confirmó que así fue.  Rania, que paseó por media iglesia con un porte de modelón de altura,  vestía una falda larga y vaporosa combinada con una blusa blanca que la  hacía casi extraterrestre. Nos fascinó. Al momento de abandonar  la catedral y cruzar hacia palacio comenzó de nuevo una llovizna que nos  retuvo algunos minutos en el interior: justo hasta que Carlos de  Inglaterra, el tío con más clase de Europa, tomó un paraguas y abrió el  cortejo. En ese momento, curiosamente, salió tímidamente el sol.
Una  vez en el Palacio Real fuimos repartidos por diferentes salas  procurando no mezclar según qué chusma con según qué realeza. Por  ejemplo, un tipo como yo con una reina como la de Dinamarca. Ahí vimos  al maestro Pertegaz y al propio rey, que entró a saludarle y felicitarle  por el vestido de novia, un secreto bien guardado, por cierto, hasta su  aparición. El banquete propiamente dicho comenzó una vez  volvieron los novios de su periplo por Gran Vía, deslucido por la lluvia  y lo desapacible de aquella mañana, y tras haber dejado el ramo de  novia a la Virgen de Atocha en su basílica. Ahí demostró Letizia un  apabullante control de las emociones sonriendo sin derramar una lágrima  (como había de ser) al escuchar la conmovedora interpretación del himno  de Asturias que realizó un numeroso grupo de gaiteros. No le tuvo que  ser fácil. En el Patio del Príncipe, Jockey sirvió un menú que recuerdo  agradable, al igual que los variados aperitivos. Comimos juntos, entre  otros, Mariló, los políticos socialistas y buenos amigos Rafael Simancas  y Enrique Múgica, y algún representante diplomático de exquisito trato.  En algún momento especulamos con la posibilidad de visitar los  excusados y encontrarnos en el inodoro contiguo con algún miembro de  cualquier familia real. Diese la circunstancia de que cada visita al  mingitorio se saldara con sequía de encuentros; concluimos que los  pertenecientes a la realeza tienen la vejiga forrada de titanio y que  están entrenados para aguantar las horas necesarias sin visitar lugares  inadecuados.