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Carlos Herrera  
El Semanal, 28 de junio de 2004
El saludo australiano

En realidad, el saludo australiano no es otro que el resultante del ademán de quitarse moscas de la cara, como si estuviéramos desempañando un cristal o, más concretamente, corriendo un visillo. Tengo por cierto que en Australia, según me dicen los que la han visitado, abundan los mosquitos, y que la insolencia de estos hace que se planten descaradamente en las mismas fauces de uno sin inmutarse ante las amenazas gestuales de aquél al que acabarán picando.

Te pican cuando quieren y se retiran a seguir paciendo en las charcas. Por lo visto, es muy común compartir una velada en aquél vigoroso país con contertulios que se la pasan espantando los mosquitos de la cara con una paciencia cuasi bíblica. No lo sabía, pero bueno es enterarse antes de pegarse veintitantas horas de avión para llegar a las antípodas.

Un día de estos anduvimos celebrando el cumpleaños de Rosa, deliciosa amiga portuense que se acaba de cascar sesenta tacos como sesenta soles, en los jardines del Hotel Duques de Medinaceli, que es la última acción empresarial del emprendedor y ejemplar empresario andaluz José Antonio López Esteras, al que la Junta de Andalucía procura hacerle imposible la vida para que así trinquen y se lo lleven otros amiguetes de la causa con muchísima poca vergüenza. Esa noche decidieron presentarse como invitados esos mosquitos que siempre acarrea bien el levante en calma, bien la calma chicha, siendo el primero un  viento que no es viento y que tiene una traducción en Sanlúcar y otra en El Puerto: en Sanlúcar viene dado por una calma desesperante a la que se llega después de que el viento no pueda entrar por el parapeto de Bonanza, y en El Puerto, como en Cádiz, se hace fuerza caliente y espesa que todo lo revolotea, incluso los ánimos.

Debo decir que los mosquitos no pudieron con la velada, ya que sesenta tacos son sesenta tacos y allí de lo que se trataba era de darle besos a una Rosa inmarchitable, pero lo intentaron. Uno es capaz de saber, incluso, cuando un mosquito acaba de dar un estoconazo en todo lo alto: revolotean, se posan, estudian secretamente el campo de operaciones, le dan un par de lametazos al ungüento antimosquitos que uno se pone y, finalmente, hincan el espolón.

Cometemos un error al rascarnos, ya que el veneno entra con más rapidez y definitivamente se instala en lo insoportablemente sensorial, pero a ver quién es el guapo que se resiste: podemos blindarnos con antihistamínicos, pero entre la somnolencia y otras leches nos joroban la velada. Uno ya sabe mucho de mosquitos, no en vano ha pasado media vida en lo que se considera sus criaderos: entre los zancudos y los orejudos nos han dado más de una noche, que es cuando más actúan y se posan en la piel para succionar la sangre y dejar esa saliva suya que nos acaba produciendo la irritación, en el más absoluto sentido de la palabra, y la inflamación. Fundamentalmente las hembras, lo siento.

Por aquí abajo han llegado a convivir con el hombre de tal manera que uno tiene la sensación de que le llevan en andas a comparar tabaco o que son como aguilitas pequeñas que te hacen a saludar como los australianos durante toda una cena. No hay manera de evitarlos, por otra parte; si acaso, evitar las charcas, las zonas excesivamente cálidas y vestir de claro. Pero si quiere picarte, te pica, evidentemente. Le atrae el calor y el sudor, y de ambas cosas estamos sobrados.

En Doñana, donde viven a sus anchas, siempre se ha dicho que Felipe González hacía fumigar el terreno con avionetas para poder pasar algún día calmo, cosa que es mentira, por supuesto. Tanto él como su sucesor aguantaban el tirón como podían y acababan intimando con ellos de tal manera que su presencia no se hacía angustiosa: saludaban a la australiana durante las horas más tibias del día y soportaban el agobio en el convencimiento de que gozaban del privil