No supe con certeza absoluta si aquél viajero del AVE, asiento 7A, coche tres, que viajaba de Madrid a Sevilla lo estaba haciendo a propósito. No hablaba por teléfono, chillaba por teléfono. No un minuto ni dos, todo el trayecto. No con una sola persona, con toda su oficina. Podría tratarse de un exhibicionista, de un provocador, de un simple pedante. O de un sordo. No lo supe. Todo el silente y paciente vagón, eso sí, supo que se desplazaba a Cádiz a impartir unas charlas sobre ganado vacuno y porcino y que quería ver a un tal Alborán, al que pensaba invitar a no sé qué, no sin antes reunirse en Sevilla con unos sujetos llamados Diz y Portero para hablar de Nutrofar y de Codegama, por lo visto cosas apasionantes de las que teníamos que enterarnos todos.
Le habían invitado a ver a El Fandi a puerta cerrada en una finca y estaba tan contento con ello, aunque mostraba su preocupación por la reunión que tenía prevista con José Pérez, segoviano como él, al cabo de pocos días. También cerró una cita con Irene para el martes 8 y pidió a un tal Juan Carlos que le reservase unos billetes de avión desde Bilbao para alguien que lamento no recordar, porque si no también lo escribiría. A la altura de Puertollano ya había arreglado medio mundo y creímos que descansaría, como poco, hasta llegar a Córdoba, pero la evidencia desalentadora era que siempre le quedaba una gestión por hacer, todas ellas relacionadas con el apasionante mundo del pienso, el ganado y la veterinaria.
Con lo que gastó aquél hombre en teléfono pudo haber pagado el billete a todo el tren y aún le habría sobrado para pagar el ternero que quería obtener gratuitamente del tal Pérez, cosa que no sé si sabe Pérez pero que ya se la adelanto yo. Su potencia declamativa era tal que ni siquiera servían como amortiguadores los auriculares que te brindan para seguir la película a todo volumen: efectivamente, tras la voz del protagonista se revelaba, estentórea, la conversación del veterinario, hasta tal punto que dejaba de tener interés la propia trama del film. Son de esas voces que se te clavan en el oído y que dejan huella inevitable en algún lugar del cerebro durante horas. Tremendo.
El drama de los que hacen del AVE su oficina es que todos los demás nos tenemos que convertir en espectadores de unos trámites que no nos interesan absolutamente nada, ya que no toman la precaución de hablar en voz baja --que se puede perfectamente--, o de salir a los descansillos a negociar, cosa que hace mucha gente, o de irse al bar a cerrar un trato por teléfono. Igual creen que somos todos sordos. Sin ir más lejos, una soldado profesional que viajaba hace pocos días de permiso a San Fernando nos deleitó a los compañeros de viaje con el recuento pormenorizado de las cosas que pensaba hacer durante su bien merecido descanso, asunto apasionante del que aún no nos hemos repuesto todos los viajeros de fumadores: fue desgranando sus planes a un total de veinte o treinta comunicantes anónimos sin descanso. O el teléfono era del regimiento, o la soldado se gasta toda su paga en Movistar. Tras las conversaciones, soy capaz perfectamente de decir dónde está hoy y con quien. Tengo toda su agenda. Y no me asalta ningún complejo de cotilla: sencillamente, era imposible no oírlo.
Desconozco si la tecnología permite instalar inhibidores telefónicos en la zona de asientos propiamente dicha y dejar libre de recepción la parte de las maletas o los cafés, pero de ser posible, suplicaría de rodillas a las autoridades ferroviarias de España, en mi condición de paciente escuchador de problemas que no me atañen, la adopción de esta o alguna otra medida que recluya a los pelmas en zonas determinadas. Igual que existen coches de fumadores y de no fumadores --acostumbro a viajar en fumadores porque va menos gente y la probabilidad de compartir recorrido con un pesado es, por tanto, menor-- debería RENFE sopesar<
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