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Carlos Herrera  
El Semanal, 14 de junio de 2004
Aquellos melocotones dulces

Aquellos melocotones eran dulces como dulces eran los vaivenes en las cunas de los niños de mi quinta o dulces los tijeretazos en el aire de aquella pandilla de vencejos que nunca acababan de marcharse del espacio aéreo de la casa. Debo ser ya muy mayor cuando añoro desesperadamente el sabor de la fruta que se compraba en el colmado del señor Abel, que era un hombre con bata de crudillo y lápiz corto en la oreja, que exponía los arenques delineados con mimo en perfecta formación circular y que mostraba las peras y los nísperos como quien muestra a los hijos que han hecho carrera con becas del montepío. Ya no hay melocotones dulces. Los últimos que probé y que podrían superar una cata no demasiado exigente me los trajo a casa desde Lérida –concretamente desde Massalcoreig--  un viejo amigo llamado Angel Guardiola, desgraciadamente desaparecido ya, que era un cantante vocacional y no demasiado afortunado, que cantaba pasodobles con el acento catalán propio de la comarca del Segriá y que gastaba tan buen corazón como poca enjundia flamenca en sus interpretaciones.

Los melocotones a los que me refiero murieron a manos de alguna tecnología agraria que desconozco, víctimas de las prisas extratempranas y de la exportación masiva, o del signo de los tiempos, o de todo a la vez. La piel de aquellos era suave y fácil, se desprendía con el simple pellizco de dos dedos, la pulpa era carnosa y blanda y el sabor... el sabor era una caricia dulzona y gustosa que aún tengo pegada aquí, y me estoy señalando el cielo de la boca. A ver quién es el guapo que encuentra ahora un melocotón que no te haga cerrar los ojos por su acidez, que no suene en los dientes a la hora de hincarlos y que no necesites cincel para pelarlo. Es un drama muy de toda la fruta, ya que a los nísperos y a los albaricoques viene a pasarles algo parecido, igual que a las cerezas: sólo las del Jerte, y no todas, se salvan de la falta de tirón, de personalidad, de fuerza de choque, eso que los músicos llaman “ataque de cuerda” y que no es más que el arranque del sonido de los violines, todavía no imitado por todos los sintetizadores del mundo. Los freseros de la españas han logrado cosechas extraordinarias y vigorosas, pero le han rebajado, por lo general, dos puntos al sabor. Acostumbro a comprar fresas allá donde me las ofrecen, al igual que los melocotones, pero sigo sin encontrar  aquél que me comí una tarde de verano a la sombra de una pineda frondosa y amable.

Jordi Raventós, que es un catalán que lleva viviendo treinta años por aquí abajo, me asegura que aún se pueden encontrar esos melocotones proustianos, pero eso tendrá que demostrármelo ya que todos los que me han dicho eso y me han querido convencer se han estrellado ante la evidencia de mi buena memoria gustativa. Dice Raventós en defensa de la nectarina ----que es como la amante que te ha robado al padre de casa y que ha dejado a la madre encerrada en la pena-- que la diferencia entre ella y un melocotón es la misma que entre un hombre blanco y uno negro: cambia la piel, pero luego todo es exactamente igual. No seré yo quien le discuta ese argumento a los genetistas –si es que se les llama así--, pero reconozco que no me acaba de convencer: desde que las nectarinas aparecieron en nuestras vidas la caída en picado del sabor de los melocotones ha acabado por convertirse en una evidencia tan grande como la salida diaria del sol, y el regosto suyo exclusivo a verano, a calor de media tarde y a ternura benevolente ha desaparecido de la faz de la tierra. Puede que el catalán tenga razón y que aún queden islotes para la esperanza de los náufragos, pero, de ocurrir, será una raya en el agua, un espejismo más en el desierto de los sabores. Vivo resignado a la fruta insípida, como a los toreros clonados o a los bailaores musculosos y atléticos.

Qué se le va a hacer.