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Carlos Herrera  
El Semanal, 7 de junio de 2004
La abuela Menchu

En habiendo pasado unos días, no quiero olvidarme de algo, de una abuela, de una madre de un padre, de una locutora antigua, de una forma de masticar las palabras que ya no se estila, de un tono que se pierde porque se va con ellas. De Menchu. De Menchu Álvarez del Valle, que es una de esas voces que siempre nos ha mecido, que nos ha acompañado a dormir, que nos ha dado de comer, que ha ilustrado nuestras siestas. Me gustan las locutoras de porte pasado porque son maestras de las cosas a las que ya casi no se le dan importancia en la radio: ahora parece que no importe que no se sepa leer, pronunciar, entonar. Ahora todo es “decir”: ¡como si ellas no hubieran dicho!. ¿Cuántas Menchus quieren como ella en España?. Las tengo por pares, en la radio valenciana, en la sevillana, en la salmantina, en la barcelonesa: Me acuerdo de las maneras elegantes de Carmen Coya en Radio Cádiz, de la sublime categoría de Marisa Carrillo en la sevillana SER de la calle González Abreu, de los matices inalcanzables de la barcelonesa Maruja Fernández, de la elegancia inolvidable de María Matilde Almendros, de la más reciente e insuperable fórmula de afecto y efecto de Carmen Pérez de Lama, con la que compartí micrófonos en Madrid y a la que sigo queriendo como si nada. España está llena de Menchus capaces de leer epístolas y de entusiasmar a un auditorio demasiado acostumbrado a gente que se hace la lengua un lío y que es incapaz de matizar una sola palabra. Cuando aquella mañana lluviosa de mayo en la que se le casaba una nieta a Menchu y esta surgió  de un rincón para deletrear lo de San Pablo y el amor, quise ver en ella a todas las maestras de la radio de las que estamos orgullosos de haber aprendido. Al finalizar la lectura se podía cortar el aire: Inaki Gabilondo y yo, que compartíamos banco, estuvimos a punto de levantarnos a aplaudir, porque aquellos dos minutos de gloria venían a dejar las cosas en su sitio, en el sitio que ellas han debido ocupar siempre. El vasco y yo nos miramos y con el simple arqueo de una ceja nos entendimos. De repente era como si con ella hubieran subido todas, Isabelita Quesada, Carmen Torres, Pepita Tamayo, Manoli Campo, Matilde Conesa, Marisol del Valle, arracimadas, y hubiesen puesto el listón en su altura, inalcanzable para muchos. La plaza estaba llena y el toro no era despreciable, millones de personas ahí delante, gente, alguna siempre hay, con ganas de que un pitón te quite del sitio, y contra todo eso, el aplomo de viejo torero de quien lleva leyendo epístolas durante media vida en la radio de Oviedo.

No ha sido infrecuente el intento de hacer del término “locutor” una antigualla desgastable. Yo me siento muy orgulloso de utilizarlo en mis programas porque me recuerda a los grandes maestros de la palabra, a los magos de la comunicación. Ahora que somos todos “comunicadores” pienso en lo que nos queda de locutores, que es muy poco, desgraciadamente, y envidio un tiempo en el que los acentos estaban donde tenían que estar, las entonaciones sonaban con la intención debida y la elegancia era una forma de ser, una forma de hablar. Menchu, la profesora Menchu, me ha devuelto sin saberlo, el orgullo del oficio, el de pertenecer en humilde medida a una  larga lista de hombres y mujeres que han moldeado el aire con un cincel musculoso, consiguiendo las más bellas esculturas de sonido y emocionando a auditorios entregados.