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Carlos Herrera  
ABC, 13 de diciembre de 2013
El parto de los montes

Hagas la cuenta como la hagas, los números no acaban de salir, por eso buscan el subterfugio de la interpretación

RECONOZCAMOS en la pregunta ilusoria recién pactada por las fuerzas secesionistas catalanas una pillería un tanto juguetona: compliquemos las cosas con doble pregunta para que así el abanico de posibilidades sea mucho más amplio y podamos hacer lo que más nos convenga. Consultar a una ciudadanía que asume la pregunta como un desafío histórico invita a que el resultado pueda sernos ventajoso a quienes sostenemos la necesidad de independizarnos de estos españoles tan pesados que llevan trescientos años pisándonos los derechos, pero, ojo, hagamos la pregunta de tal manera que nos podamos salir por la tangente si luego resulta que no nos conviene quedar fuera de los marcos institucionales en los que estamos precisamente por ser españoles. O sea, preguntemos primero si queremos ser un Estado, porque independientemente de lo que contesten luego, siempre podemos defender que en realidad lo que los catalanes quieren es separarse a medias y así seguir gozando de las ventajas de ser nominalmente españoles, que será una cosa muy molesta pero puede convenirnos.

Ahora hay que plantearse varias incógnitas por despejar: ¿qué es un Estado no independiente? O lo que es lo mismo: ¿qué es un Estado dependiente? Desde el punto de vista de los intereses de un secesionista, supongo que ser un Estado a medias que, además, reciba dinero de España cuando sea preciso. ¿Es un Estado dependiente algo así como una comunidad autónoma pero con otro nombre?

Otra incógnita: ¿por qué razón no pedir independencia a la primera? Otra más y no menor: ¿con qué participación se consideraría legítimo un referéndum tan trascendental? Si vota –siendo legal o pirata– un cuarenta por ciento del censo –en Cataluña no suele acercarse mucha más gente a las urnas–, de ese cuarenta un veinte dice que no a todo, otro treinta dice que sí a lo primero –un Estado– pero no a lo segundo –independiente– y un cincuenta dice que sí a las dos, ¿me están diciendo que impulsarían una aventura suicida como una declaración unilateral de independencia con el voto afirmativo de solo el cincuenta del cuarenta, o sea, el veinte por ciento de la ciudadanía? Imaginemos que en ese referéndum vota masivamente el pueblo catalán, cosa a la que no nos tiene acostumbrados, y que del setenta que lo hace resultan partidarios por la independencia total un sesenta por ciento: eso sigue sin dar la mayoría relevante que se le supone a una decisión irracional como esa. Hagas la cuenta como la hagas, los números no acaban de salir, por eso buscan el subterfugio de la interpretación por libre de la supuesta voluntad ciudadana: a mí deme usted un Estado, que ya veré yo cómo me conviene estructurarlo. Y usted, pueblo y Gobierno español, sepan que deberán tragar con lo que yo diseñe...

No querían ser el hazmerreír y han acabado siéndolo. Ponen fecha a algo que no podrán hacer y plantean un par de preguntas que no obtendrán respuesta. Sin el consentimiento del Gobierno central no se pueden plantear consultas, vinculantes o no, y aun con el consentimiento se puede preguntar para saber qué piensan los que quieran contestar, pero no se puede alterar la realidad constitucional sin seguir los pasos que la propia Constitución prevé para su reforma. Si en referéndum legal masivamente los ciudadanos catalanes se manifestasen por abandonar España –y lo que le cuelga: UE, OTAN y tal– y tras acuerdos mayoritarios en la cámara –y aprobación de todos los españoles en consulta– se reformase la Carta Magna para separar una parte del territorio nacional, no habría nada que objetar. Pero eso saben que no es contemplable hasta los cantamañanas y papafritas del simposio «España Contra Cataluña», ese congreso de chistes coincidente con el anuncio del parto de los montes.