Bien harían los sectarios miembros del CAC en observar las emisiones más vitriólicas de los medios oficiales de la Generalitat
NO soportan la más mínima crítica. Es consustancial a los nacionalistas que pueblan los patios de vecindad autonómica de España. Enfoques como enfoques la discrepancia, hay un resorte indeterminado que les hace hervir la sangre intolerante con la que riegan los intestinos con los que discurren. La discrepancia con los fines y los métodos del nacionalismo periférico tiene un precio que hay que asumir: ser acusado de propagador de odio, ser centro de dianas violentas de individuos que coquetean excesivamente con viejos pogromos bien conocidos en la Europa reciente.
Todo está permitido en la defensa de identidades exclusivas y discriminatorias; nada en la lucha por la denuncia de la sinrazón de los nacionalismos más cerriles. La creación del CAC, el Comité de Actividades Anticatalanas disfrazado de regulador mediático fue en su día motivo de inquietud y sospecha: siendo quienes eran sus promotores, impulsores del periodismo de la Editorial Única, era cuestión de días confirmar sus tendencias manipuladoras y sus enjuagues vergonzosos con el poder. Recientemente han confeccionado una lista de periodistas al objeto de que la Generalitat tuviese base argumental con la que proceder contra grupos editoriales determinados, incluidos aquellos que ni siquiera tienen cobertura en Cataluña. Alegan ser víctimas de comparaciones odiosas e injustas tales como ser equiparados a los nazis alemanes que asolaron Europa. Comparto el desacuerdo: los nacionalistas catalanes no me parecen nazis, de serlo les tendríamos miedo y, lo lamento, lo que producen es una mezcla de ira y bochorno. No obstante creo que ni Hermann Terstch ni Gabriel Albiac, por ejemplo, individuos dotados de un fuste intelectual y deductivo muy por encima de sus teóricos oponentes, apenas unos cretinos charlatanes como Joan Tardá o Santiago Espot, han pretendido otra cosa que alertar de procesos históricos que guardan similitudes inquietantes. Ni Hermann ni Gabriel alertan de una futura Cataluña plagada de campos de concentración entre Palamós y Torredembarra en los que gasear a españolistas confesos. Ni los separatistas lo pretenden ni nadie lo consentiría. Alertan, en todo caso, de ambientes coincidentes que, con hipérbole incluida, establecería similitudes entre el caldo de cultivo del nazismo germánico en la segunda mitad de los años treinta y la fractura social que ya se adivina en la Cataluña de hogaño.
Posiblemente exagerado, pero no infundado. Baste acercarse al sobrecogedor relato de Sebastián Haffner titulado «Historia de un alemán». Haffner no era judío, ni comunista, ni gitano, ni siquiera pobre; era un alemán acomodado, ario e incluso patriota que lamentó el progresivo aborregamiento del pueblo al que manipuló Hitler sin remedio. En ese tenebroso y desolador relato queda retratado un pueblo que se traiciona a sí mismo, que renuncia a la crítica permanente, a la vanguardia cultural y que cae en el lacerante pecado de la egolatría nacionalista. Entre una realidad como aquella, que desembocó en la tragedia europea de mediados de siglo, y la realidad catalana de este encantamiento general claro que existen concomitancias (y también clamorosas diferencias), aunque ningún transcurso histórico sea calcado a otro. Señalarlo puede ser objeto de disenso, desacuerdo o desavenencia, incluso de debate acalorado, pero nunca de maniobra manipuladora, coercitiva y acusica. Bien harían los sectarios y pasteleros miembros del CAC en observar detenidamente las emisiones más vitriólicas de los medios oficiales de la Generalitat (TV3, Catalunya Radio, más lo que le cuelga) y los oficiosos que ha puesto a disposición de la causa el señorito Godó, y lamentar hasta la extenuación el fomento del odio a todo lo foráneo (español, por supuesto) que proclaman en sus programas, incluidas exaltaciones sin disimulo de terroristas camuflados de patriotas. No lo harán, ya lo sé y precisamente por eso hay que denunciarles sin descanso.