Apasionante mundo el de los urinarios públicos, durante mucho tiempo el único sitio caliente en las noches de invierno de ciudades decadentes. Apasionante digo, porque aquellos lugares en los que se podía entrar y evacuar sin dar demasiadas explicaciones han pasado a la historia de los subterráneos metropolitanos: hoy son los acudideros de hostelería o los de estaciones de tren y gasolineras los que prestan ese servicio para aquellos que son sorprendidos por un apretón en el trámite transeúnte. Usted va caminando tan tranquilo por la calle central de su localidad y, aún peor, en localidad ajena y siente un desarreglo repentino en los adentros que le cambia la cara. La faz se le vuelve blanca como el mármol, junta las rodillas, camina a pasos cortos y rápidos, ora expeliendo ventosidad ora sintiendo el terremoto de un retortijón y... ¿qué hace? Mira a su alrededor deseando que nadie le salude ni le dé conversación y otea las proximidades buscando un retrete. Un hotel siempre es garantía, pero no hay uno en cada esquina; un bar puede solucionar una urgencia, pero hay quienes sienten reparo en pasar por la barra a toda velocidad con cara de ahogo preguntando por el váter. En el caso de haberlo preparado para aguas mayores, falta que disponga de los elementos imprescindibles: papel higiénico y pestillo. Pongamos que no está ocupado de estarlo, se entra violentamente en el del sexo contrario, pongamos que la puerta cierra bien y no hay que apuntalarla con la punta del pie, pongamos que queda algo de papel...
Pero pongamos también que esté hecho una porquería, no disponga de tapa el inodoro y queden restos de evacuaciones anteriores en la loza manchada. No es agradable, pero a usted le da el avío, ya que, cuando uno siente un gorila asomar por donde sabemos, no hay inconveniente que valga. Si todo ha ido bien, usted sale silbando bajo la atenta mirada del empleado, que sabe perfectamente que usted ha dejado allí lo más grande, pero asume el trago y sale a la calle aliviado de la pringosa carga de la hez. Quienes topan con la adversidad de un excusado de puerta incontrolable y ausencia de material higiénico para la posterior limpieza, a poco escrupulosos que sean, lo pasan igual de mal que cuando, en plena deposición, alguien toca a la puerta y, aun sabiendo que está ocupado, se queda de guardia junto a esta a la espera de que quede libre. Y usted, acomplejado por el aparato eléctrico que acompaña la descarga, siente también turbación por la hedionda guerra química que deja en el cubículo, sabiendo que el que espera le va a mirar a la cara. Si, por demás, es alguien conocido, la incomodidad se acentúa. Solo falta que, al entrar, el nuevo usuario espete una contrariedad por lo que se encuentra, a la voz de «hay que ver lo que llevabas dentro, criatura». Mayor contrariedad supone el amable ofrecimiento a voz en grito de un empleado cuando pregunta si necesita papel higiénico: usted sabe que, mientras le entrega el rollo, todo el bar se va a imaginar inmediatamente a su persona con la ropa interior por los tobillos y la cara de esfuerzo tratando de liberar en cuclillas al monstruo que lleva dentro.
Gasolineras y estaciones de tren han dado grandes momentos para tales relatos sociales. La semana que viene reconoceremos algunos que pueden ser comunes a la mayoría, pero todo esto viene a cuento merced a los váteres de pago que ha estrenado la estación Puerta de Atocha. Sesenta míseros céntimos cuesta obrar como si uno estuviera en casa o incluso mejor: orden, limpieza, instrumental, privacidad y ambiente casi quirúrgico. Sesenta céntimos de euro descontables en tienda del entorno, además. Solo falta que el personal amabilísimo te pregunte cómo ha ido todo. Y que tú se lo comentes.
Como aquella vez en Sevilla, en el bar El Traga, en el que entró apresurada una muchacha con un niño al servicio y, al salir, preguntó ceremoniosamente: «¿Qué se debe?». A lo que el inolvidable Eduardo contestó parsimoniosamente: «¿Qué ha sido?».