| 
Un grupo de exaltados de extrema derecha  son un grave atentado a la convivencia –que lo son– pero un grupo de  artificieros dispuestos a reventar feligreses y feligresías no  MATEO Morral fue un niño pijo de Sabadell, hijo del textil, ilustrado y viajado, bibliotecario y políglota, que de tournée  por Alemania –siempre Alemania– conoció el anarquismo tan de uso  corriente en los albores del siglo XX. Su hazaña consistió en matar a  dos docenas de civiles mediante el lanzamiento de una bomba camuflada en  un ramo de flores al paso del carruaje de los recién casados Reyes de  España Alfonso XIII y Victoria Eugenia. El ramo tropezó, al parecer, con  los cables del tranvía y, en lugar de alcanzar a los recién casados,  acabó con la vida de quienes andaban por ahí aplaudiendo a los  contrayentes (menudo estreno tuvo, por cierto, la Soberana). Como  siempre suele pasar con las acciones de los anarquistas, el resultado de  la acción fue también anárquico. Morral se suicidó al poco, después de  llevarse por delante la vida del guardia que lo detuvo en una venta,  pero dejó su nombre para el ideario de las diversas causas anarquistas  que le han sucedido en España. Dígase que en el Madrid republicano que a  algunos les parece tan heroico, las autoridades bautizaron con su  nombre la que hoy –y entonces–  es conocida como calle Mayor. Algo así  ha ocurrido hoy en día con el inspirador de crímenes terroristas en  Cataluña Jaume Martínez Vendrell. Tal individuo fue el inductor de los  asesinatos del industrial Bultó y del exalcalde Viola a finales de los  setenta, practicados mediante la aplicación en su torso de una bomba  activada a distancia que, literalmente, les despedazó. A tal sujeto, ya  felizmente fallecido, ha tiempo le dedicó el ayuntamiento de su ciudad  natal, Santa Coloma de Cervelló, una calle en su memoria, aclarando en  la placa que su nombre se correspondía con el título de «patriota  catalá». La historia se repite, como vemos.
 Un difuso grupo de hijos de tal tradición, autobautizados  con el nombre del mendaz activista que quiso acabar con la vida de los  Reyes, se ha hecho responsable de la colocación de artefactos explosivos  en la catedral de la Almudena –desactivado por la Policía– y en la  Basílica de El Pilar de Zaragoza. El artilugio instalado en los bancos  de la iglesia aragonesa sí explotó, causando heridas de menos  consideración a una transeúnte y no pocos destrozos materiales que, a  día de hoy, están felizmente subsanados. La Policía está detrás de los  autores y, a buen seguro, no tardará en dar con ellos y ponerlos a buen  recaudo. No suelen ser muy listos, dejan pistas y les puede el prurito  de reconocerse héroes, que es lo peor que puede hacer un activista cutre  del terror. Si ningún juez se pone exquisito y les deja en la calle con  cualquier excusa legalista, de aquí a unas horas dormirán al abrigo del  hierro de las rejas. Pero no es ese el problema. 
La pretensión de estos violentos enemigos de cualquier  tipo de civilización, anarquistas orgullosos de su limitación mental, es  que nadie que acuda a un templo se sienta seguro cuando se disponga a  ejercer su particular práctica espiritual. Para ese colectivo –jaleado  por indecentes concursantes en redes sociales–, la religión y su  relación con la Monarquía –pásmense– son las causantes de los males de  nuestro tiempo. No conviene perder el tiempo en rebatir semejantes  estupideces, pero sí es bueno anotar la falta de reacción, aunque fuera  con distinta intensidad, que mostraron determinadas fuerzas políticas  con la actuación abominable de un comando de energúmenos en la sede  «Blanquerna» de la Generalitat catalana en Madrid el pasado 11 de  septiembre. En este caso ni una palabra. Ni una sola petición de  comisión correspondiente en el Congreso. Nada. Y ahí reside el problema.  Un grupo de exaltados de extrema derecha son un grave atentado a la  convivencia –que lo son– pero un grupo de artificieros dispuestos a  reventar feligreses y feligresías no. Es lo que hay…   |