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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 8 de abril de 2004
Farruquito

No resulta novedad alguna en nuestro país que verdugos y víctimas se intercambien los papeles. Lamentablemente, los ejemplos a los que me podría remitir están en la mente de todos. Uno de los que últimamente ilustran certeramente este aserto es el que afecta al conocido y magnífico bailaor Farruquito, joven artista de raza y tronío que, por un aquél de los errores encadenados, acabó con la vida de un hombre joven tras arremeter involuntariamente con su coche en un paso de cebra... a unos ciento cuarenta kilómetros por hora. Conducir sin carné, sin seguro, a velocidad excesiva, atropellar a un individuo, salir huyendo, desviar responsabilidades y ocultar pruebas es una concatenación de delitos tal que, una vez manifestada la verdad judicial, exige una contundente respuesta de la justicia. Y, en ese sentido, da igual que el causante sea Agamenón o su porquero, sea una desconocido o un artista de éxito. La reacción de algunos seguidores de Farruquito, aclamándole hasta la extenuación, puede entenderse como un apoyo al hombre que les complace en los escenarios, pero no es el baremo de lo que desea la media de la sociedad, la cual teme que por el hecho de ser un joven querido entre los suyos vaya a escapar a la acción inexorable de los tribunales. Evidentemente, no debe ser así. Podemos entender su arrepentimiento, su depresión y hasta su dolor, pero hubiera sido mejor que lo hubiera mostrado antes y hubiera afrontado valientemente lo que hizo, en lugar de tratar de deshacerse de responsabilidades en colaboración de un nauseabundo policía corrupto. Si alguien está deprimido es el conjunto familiar de la víctima. Si alguien tiene dolor es la viuda. Si alguien no puede rehacer su vida es el hombre que está enterrado. Cuando el joven nieto del inolvidable Farruco haya cumplido su pena, la sociedad deberá entonces ayudarle a recuperar su estabilidad y reintegrarle al lugar al que quiera aspirar, pero antes deberá cumplir con ésta de la única forma que cumple aquél que se convierte, además de en un delincuente, en un mal ejemplo para tantos jóvenes seguidores. Cuánto me duele escribir esto sólo lo sé yo, pero así debe ser: diga la justicia lo que le corresponda decir, atenúe su pena con los considerandos debidos, pero actúe implacablemente, sin saña pero tampoco sin laxitud. Es joven y puede perfectamente rehacer su vida y su carrera. Siempre después de haber cumplido con lo que le corresponde tras una alocada carrera a ninguna parte.