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Carlos Herrera  
ABC, 3 de mayo de 2013
El improbable pacto balsámico

¿ALGUIEN en su sano juicio cree que aquellos que están por el desgaste del Gobierno de España van a renunciar a sus criterios de oposición con tal de alcanzar un nirvana social en el que la lucha por el empleo sea más líquida de lo que es? ¿Alguien piensa que un gobierno con amplia mayoría absoluta va a declinar su derecho a aplicar las fórmulas que cree adecuadas para adoptar aquellas otras que considera que nos han traído hasta aquí? La idea del pacto, del acuerdo general y total contra una crisis nacional, solo es válido y excepcional cuando se dan unas condiciones muy concretas, siendo la más importante de todas la impotencia de los gestores principales en aplicar medida alguna por culpa de sus condiciones precarias en un parlamento. Un gobierno con mayoría absoluta puede buscar acuerdos de buena voluntad, pero no está ni necesitado ni obligado a recurrir a negociación alguna. Una oposición que considera que los males de la realidad española se deben a la línea política global del Gobierno, difícilmente va a renunciar a enmendarle la plana al Ejecutivo y a aceptar que éste siga dictando normas absolutamente contrarias a su ideario. ¿Qué otra cosa pueden hacer ambos bandos?: reunirse, escenificar acercamientos, pactar medidas menores, expresar buena voluntad, que no es poco, pero no ponerse de acuerdo en si hay que retirar o no la reforma laboral. Para el Gobierno de Rajoy, sobrado de diputados, el camino es claro: flexibilizar el mercado de trabajo y ajustar presupuestos públicos con tal de no endeudarse para mantener el gasto del Estado. Para la oposición de izquierdas, incluidos sindicatos, ello sólo trae aumento irrefrenable del paro mediante la destrucción metódica de puestos de trabajo y el remedio se halla en políticas expansivas del gasto. ¿Dónde está el término medio en el que podrían ponerse de acuerdo?

 

Hace algo más de un año, es decir, hace unos ochocientos mil parados menos, quienes hoy están en la oposición insistían concienzudamente en su fórmula mágica: no ha de ser fácil despedir y el Gobierno se endeudará para ayudar a sectores concretos, sin renunciar a acoger en el ámbito público a cuantos más posibles. Aquellos que hoy se manifiestan hasta el desgarro por las cifras a las que se ha llegado -ciertamente atroces-, apoyaban sin fisuras al Gobierno que había acumulado bajo su mandato más de cinco millones de parados. Las centrales sindicales, por demás, parecían compañeros de viaje de cada una de las medidas de aquel gobierno al que pretendían asesorar día sí día no. Quienes hoy gobiernan, entonces feroces opositores, aseguraban poseer la fórmula magistral con la que enderezar la tendencia destructora de empleo. En virtud de ello ganaron las elecciones por mayoría absoluta. A pesar de ello no aplicaron buena parte del programa mediante el cual alcanzaron el triunfo, decían, forzados por la realidad: subieron impuestos hasta límites carnívoros y tampoco suprimieron estructuras administrativas supuestamente innecesarias. Sí ajustaron presupuestos, cierto, pero con alto precio social. Pensar que esas dos mitades políticas de una España convulsa y polarizada -mediante estrategias cortoplacistas- puedan acordar nada es creer en las cigüeñas y en sus vuelos rasantes con recién nacidos envueltos en sábanas de Holanda colgados de su pico. Los pactos tienen condiciones concretas y una de ellas es que no sean utilizados para desgastar al que tiene que tomar decisiones. No es de recibo obligar a un gobierno con mayoría absoluta a que renuncie a su derecho a gobernar con sus recetas. Tampoco lo es que ese mismo gobierno pretenda que se plieguen a sus decretos todos los que hasta hoy protestan en las calles.

 

El pacto, pues, es una quimera, un consuelo balsámico. ¿Necesario?: si. ¿Probable?: en absoluto