Esa forma, tan poco sutil. En política no se odia como odiaba Bette Davis, con el furor incendiario de una simple mirada, no. Se odia de tal manera que se ciega hasta el talento, y aquellos que en campos concretos de la creación son capaces de labrar brillantes perlas blancas acaban supurando una especie de pus nacarado que todo lo inunda. Hasta Almodóvar, tan divertido siempre, odia desde un in disimulado arrebato infantil, simplón.
La derecha española, sumamente tonta, no sabe que, incluso perdiendo las elecciones, siempre será sospechosa, y la izquierda, entretanto, elaborará los delirios necesarios para difundir la suerte de que sólo a través de la rebeldía se podrá desalojar a quienes tienen del poder un concepto hereditario y patrimonial.
De ese circuito cerrado no salimos, no hay manera. Bastó una estrategia equivocada del gobierno en el manejo de una crisis para esparcir la mancha de la sospecha: no ha sido suficiente perder las elecciones, hay que correr la “espontánea” sensación de que ha estado a punto de resucitar a Espartero para impedir el avance irresistible de las masas populares.
Lo ha dicho el cineasta preso de una muy mala educación democrática y lo ha dicho la Consejera catalana de la cosa de interior, con esa lentitud desvaída con la que hablan los catalanes progresistas convencidos de serlo.
Lo dicen los correos electrónicos, lo dicen los mensajes a móviles, lo dice la “gente de la cultura”, lo dicen los medios afectos: no merecen la grandeza del ganador, esa según la cual todo ha quedado resuelto tras el último pitido arbitral. No; hay que odiar, intensamente, de forma contumaz y persistente. “Han sido necesarios doscientos muertos para volver a la democracia” y todo eso: ¡Qué barbaridad!. Es precisamente Rodríguez Zapatero --ZetaPé-- quien está manteniendo con más elegancia el fair--play del contendiente que se encuentra con la victoria sin esperarla.
Todo un feto de odio hace esfuerzos por nacer cada día y hace que al país se le ponga la cara de cobre entristecido, como si anduviera amagando viejas pendencias por unas lindes usurpadas, como si le llegaran los recuerdos por la espalda, amenazando como sólo amenazan los enemigos. Hay un odio de antiguo que gatea hasta el abismal campanario del tiempo y se muestra en días alternos, surgiendo de repente, embravecido, con una sola chispa. Es el odio que se asemeja a una cosecha de relámpagos, ese según el cual se abren los precipicios sobre la cal de los fracasos y se desparrama una cierta convivencia social. El mismo interés que surgió la noche del sábado y que llevó a tantos ciudadanos a manifestarse parece haber decaído hoy, siendo el día, incluso, en el que hemos sabido que la policía ha detenido a uno de los supuestos autores directos del atentado, lo cual es por sí mismo una noticia monumental, y no da la impresión de haberse estremecido nadie. El interés estaba motivado, fundamentalmente, por la influencia que ello pudiese tener sobre el voto de los españoles, lo cual es legítimo, pero no tanto por conocer los intestinos de la verdad y hacer justicia con los culpables, lo cual hace que la furia sea incompleta.
Algunos quieren advertir una suerte pestilente bajo la victoria socialista, y ello es una injusta apreciación sobre la sorpresa del domingo ya que es más que posible que existiese un larvado hartazgo sobre las maneras o los errores del gobierno del pepé, pero más allá de exageraciones o de rabietas disimuladas por la pérdida de palacio, queda una suerte de melancolía por el furor con el que se desprecia al adversario. Puede que el odio sea una forma de amar y que de ahí nazcan los poemas; puede que sea, incluso, consustancial con la etiología hispana.
Pero maldita sea tal maldición.
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