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Carlos Herrera  
El Semanal, 10 de febrero de 2013
Nadezhda: contra toda esperanza

 


Osip Mandelstam fue uno de los mejores poetas rusos del pasado siglo, a decir de quienes saben extraer de la lengua rusa sus mejores esencias
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Leer a Mandelstam en cualquiera de sus traducciones al castellano es perder, inevitablemente, parte de la esencia y del aroma de sus versos, pero los que no hablamos el idioma del cálido frío euroasiático no tenemos otro remedio.

 

Suena mejor «my zhibiom pod saboyu hie zhuya strani» que cualquiera de los versos traducidos del poema satírico dedicado a Stalin que le costó la vida: «Sus dedos gordos son sebosos gusanos / y sus seguras palabras pesadas pesas / de su mostacho se burlan las cucarachas / y relucen las cañas de sus botas».

 

Ese epigrama brutal puede haber sido el poema político más importante del siglo XX. Haberlo recitado a confidentes camuflados le causó a Osip un primer destierro y, posteriormente, un gulag donde encontrar la muerte. Su viuda, la dulce Nadezhda, anduvo errabunda por la Rusia menor, deambulando por pequeñas ciudades de misterio, hasta que fue admitida en Moscú casi entrados los sesenta. Pudo sobrevivir gracias a la ayuda, tanto material como espiritual, de Anna Ajmátova, cómplice de la poesía de Osip y viuda de dos maridos asesinados por el sistema. Las clases de inglés que impartía le permitieron no ahogarse después de haber sufrido toda persecución posible. Lo cuenta Joseph Brodsky en el prólogo de la reedición del libro Contra toda esperanza (Acantilado, 2012): Nadezhda escribió heroicamente dos libros a la edad de sesenta y cinco años y, a la par, se constituyó en la viuda de los poemas de Osip, los cuales memorizó y divulgó haciendo posible que el tren del futuro sobrepasara las paradas obligatorias de todos los campos de concentración de la Unión Soviética. El gran Brodsky asegura en unas páginas preliminares que en sí mismas ya valen por medio libro que el régimen soviético creó una red de viudas de escritores, espesa y tupida, gracias a la cual hubo una memoria posible, una no deseada malla de resistencia silente y efectiva capaz de guardar en sus adentros cada página de la enorme literatura rusa del siglo XX.

 

El Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn o los Relatos de Kolymá, del gran Shalámov, da medida de la crueldad metódica de los gobiernos del pueblo, de la dictadura del proletariado o del sueño comunista curiosamente reivindicados por algunos descerebrados contemporáneos. Por todos ellos pudiera haber pasado como protagonista Osip Mandelstam, nacido judío polaco en los finales del XIX y muerto en un campo de concentración camino de Siberia. A su mujer le comunicaron la muerte devolviéndole una carta con un matasellos que decía: «Imposible entrega por defunción». Debía de ser allá por el año 38, cuando las purgas empezaban a convertirse en algo más que un rumor en la densa Rusia del estalinismo: hasta el 59 no permitieron a Nadezhda regresar a la capital y, cuando lo hizo, pudo apenas recluirse en una pequeña habitación que hacía las veces de dormitorio, salón y cocina «hay cuartos de baño de norteamericanos de clase baja mucho más grandes», escribió Brodsky, en los que pudo fumar cigarrillos y escribir heroicamente este relato sublime sobre la barbarie comunista y la asombrosa creatividad artística de los hijos de esa Madre Rusia que sigue vomitando escritores e intelectuales como mares de lava volcánica.

 


El libro es, como reza la contraportada, una bella historia de amor: la de una mujer cultivada y diestra en la traza de las palabras con un hombre resistente a la ferocidad de Stalin y de todos aquellos que tanto le bailaron el agua hasta su desaparición, mediado el siglo pasado
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Cuesta creer cada una de las villanías que la mujer de Mandelstam relata en el libro, pero, por el contrario, reconforta saber que en la espesura de las peores tiranías siempre es capaz de sobrevivir un ser humano con voluntad de resistencia. La que da la poesía o la que permite la prosa, no sé, pero siempre la que brinda la Esperanza incapaz de extinguirse.