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Carlos Herrera  
El Semanal, 30 de septiembre de 2012
El adiós de Aguirre

 

Yo no sé exactamente por qué ha presentado Esperanza Aguirre la renuncia a su cargo, pero me lo malicio. Ni me lo ha contado ni me lo contaría cualquiera de sus allegados por mucho que los torturara para obtener información. Ha esbozado una excusa medianamente creíble basada en un proceso patológico de origen cancerígeno y la ha completado con consideraciones razonables sobre el tiempo, la familia, los buenos ratos perdidos y los objetivos cumplidos, razones todas que pueden ser verosímiles en seres de extracción mediana como la de un servidor, pero improbables en individuos que están más allá de la fabricación en serie. Es probable que a un tiburón de la política del tamaño de Aguirre se le hayan humedecido los ojos cuando una nieta la haya llamado por su nombre, pero me cuesta pensar que las amables tardes de chimenea o las veladas de cuentos infantiles venzan a la pasión por los trabajos de ingeniería política que todo líder lleva dentro, sea cual sea su momento vital. Ha marchado y nos preguntamos maliciosamente si lo ha hecho para siempre o si, simplemente, se ha reservado hasta que lleguen otros tiempos propicios, dando por hecho que a tipos como ella no le corresponden los escondites ni los repliegues tácticos. Es extraño: una mujer con pocos, muy pocos complejos en política no debe esconderse tras una patología medianamente controlada, con lo que es fácil pensar que tras la postura del adiós se esconde la impotencia de doblarle la mano a los momentos de renuncia y abandonoque caracterizan su tiempo y el nuestro. Esperanza Aguirre atesora no pocos defectos gestores, pero entre ellos no está la cobardía o el encogimiento histórico ante el juicio precipitado de sus contemporáneos: si decide dar un paso, asume sus consecuencias sin las reservas propias de quienes hacen de la corrección política una pauta de conducta.

 

Su balance gestor está ampliamente reconocido. A un político no se le juzgará solo por el número de hospitales edificados, por los kilómetros de metro construidos, por las normas de relaciones comerciales establecidas o por los recursos económicos derivados hacia la contabilidad real de los ciudadanos, que también, sino por las dinámicas sociales que permiten que las sociedades sean amplias y prósperas, por los climas activos de libertad creativa y por los ámbitos de opinión permanentemente inquietos excitados desde el poder. Aguirre no ha sido una política medrosa ni temerosa de la expresión, agitada o no, de una sociedad en constante desafío; antes al contrario ha sabido plantar cara a la contestación social de sus adversarios y ha mostrado un inequívoco acierto en la argumentación de sus iniciativas. Ha sido, por decirlo de alguna manera, valiente en sus errores, lo cual le ha valido un odio volátil en sus enemigos y un respeto sereno en sus adversarios, fueran de su partido o de cualquier otro.

 

Ignoro cuál es su futuro, pero sí su balance en defensa de ideas tan sencillas como demoledoras. Sus ideas no alumbrarán volúmenes inacabables del pensamiento político ni exigirán seminarios sesudos dedicados a la exégesis de sus iniciativas, pero sí ha sido, en cambio, una eficaz defensora de la libertad y una enemiga contumaz de los totalitarios disfrazados de cordero social, lo cual justifica a todas luces toda una ejecutoria. Alguien capaz de decir que con los comunistas no se puede ir ni siquiera a defender la libertad merece algo más que un retrato en las paredes de su sede de gobierno.

 

No están los tiempos para prescindir de individuos incorrectos que resultan revulsivos en sociedades acobardadas o acomodaticias. Son más necesarios que nunca en pasajes timoratos de la historia como los que, lamentablemente, estamos viviendo. Aun así, Aguirre recoge los papeles y anuncia dedicación al punto de cruz y a los paseos de prejubilada en compañía de quienes asegura que la necesitan en su ámbito más cercano. Nada que decir si es lo que de veras desea, pero todo que objetar si la motivación viene dada por impotencias no declaradas ni reconocidas. Lástima fuera que aquellos que tenemos en alta estima la libertad individual reprocháramos decisiones soberanas, pero algo nos dice que en su deseo de retirada pesa una razón oculta aún pendiente de desvelar. Cosa que algunos lamentamos profundamente.