artículo
 
 
Carlos Herrera  
El Semanal, 8 de febrero de 2004
La tesis de Christina

Ella se llama Christina Pou, lo que en un primer vistazo puede confundir sobre su origen. No es catalana ni valenciana ni nada parecido: es una norteamericana nacida en Boston, que vive en Miami y que desciende de familia griega, con lo que lo de Pou no se acaba de entender, pero no es lo que nos ocupa.

Si Ramón J. Sender la hubiese conocido no le hubiera temblado el pulso para cambiar el título de su inmortal tesis sobre Nancy y rebautizarla como “La Tesis de Christina”, ya que su español, aprendido en accidentadas sesiones aéreas, se asemeja al de uso común como una oreja a un atardecer, lo cual no le impide que se haga entender con una ingenuidad absolutamente adorable y con un empeño indescriptible. Christina es de las que cree que lo mejor que puede hacer un extranjero al llegar a cualquier lugar es aprenderse el código más ordinario y cotidiano de entendimiento y desarrollarlo en virtud de su capacidad; así, entiende ella, podrá camuflarse en el pedigrí de ser una más, ese que otorga el conocimiento de lo vulgar, de lo popular.

El primer día de paseo sevillano en el que iba asombrándose de las bellezas de nuestra ciudad, Christina insistió en que repitiera un par de veces la expresión esa que acababa de decir jocosamente por teléfono a alguien y que tenía que ver con el culo y con determinadas tomas. No sirvió de nada que le aclarara que era una locución un tanto inconveniente para ser pronunciada fuera de determinadas intimidades: la grabó en su disco duro y decidió aplicarla a la primera oportunidad, sólo que lo hizo con tan mala pata que, al querer recordarla textualmente y soltarla ante un recién conocido, le espetó a este, ante su perplejidad, un sonoro “Toma mi Culo” que le dejó sin respuesta y casi ni aire. Ni que decir tiene que confusiones tales como sustituir “churrascos” por “chubascos” (“cielo estar negro: van caer churrascos”) causaban no poca hilaridad entre una fascinada concurrencia, pero esta llegó hasta un embarazoso silencio cuando nuestra guiri le contestó “la poya de bedoya” a un hierático maitre que le acababa de preguntar si el solomillo estaba a su gusto. Hubo que advertirla de que la sonoridad rimada de esa expresión sólo causaba gracia si se circunscribía a determinados momentos y lugares; en otros podía suponer cierta grosería. Algo parecido ocurrió cuando decidió introducir la palabra “coño” un par de veces en cada frase que construía, ya que ella comprobaba que los españoles no podemos elaborar un párrafo sin incluirla, con lo que, al saludar a un Hermano Mayor de Cofradía de negro que nos cruzamos en el paseo le espetó un “bonito conocerle, coño” que, en realidad, sonó a “bonito conocerle el coño” y que hubo de merecer otro rápido arreglo.

Hijoputa”, dicho así, sin más intención, es palabra incluso afectuosa por estos pagos --es muy diferente llamarle a alguien “Hijo de Puta” con todas las letras y con todo el tono, que soltarle alegremente a cualquiera con el que hay confianza un cariñoso “hioputa”--; pues bien, ni corta ni perezosa Christina decidió que ella ya estaba suficientemente suelta en costumbres españolas como para espetar el dicho en cuanto tuviese ocasión, creyendo que tal voz era algo parecido a “honey” o a “darling”. Lo malo fue que se le ocurrió estrenarse con el canónigo de la Catedral que nos estaba explicando algunos pormenores de la misma, el cual, evidentemente, no daba crédito a que la amable americana que tan fascinada se sentía por los tesoros catedralicios le acabase de espetar “¡Gracias por esto, hioputa!” al ver el Altar Mayor.

Después de desped