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Carlos Herrera  
El Semanal, 10 de junio de 2012
La mutación de La iguana, Iggy Pop

 

Soy de los que piensan que Iggy Pop es un chalado interesante. Y soy de los que nunca creían que iban a pagar por hacerse con un trabajo suyo, fuera el que fuera. Mi pasión por el punk es fácilmente descriptible: respeto por la trascendencia histórica, que es algo que está ahí te guste o no te guste, pero cierto desapego por una cultura que apenas ha aportado obras de más de tres acordes y sí, en cambio, un desorden estético e ideológico excesivamente coyuntural. Iggy Pop fue, en sus inicios, un destructor que convulsionó el rock de los 70 con un par de discos aparentemente demoledores. En escena era un provocador a favor del cual se concedía supuesta genialidad hiciera lo que hiciera. Era una tradición muy de la época: bastaba con romper una guitarra o destrozar un órgano para parecer un revolucionario mesiánico. Iggy, en concreto, nacido al calor de los últimos años 60, gozaba de tirarse carne cruda o de herirse de forma sangrante en el escenario para enloquecer a sus seguidores de entonces. Hoy, tantos años después, este padrino del punk, al borde de las 75 castañas, lejos de aquellos años de drogas y sanatorios, vive en Miami, hace taichí y cultiva un huerto del que come sus zanahorias y sus lechugas. Todo pasa, pero, evidentemente, algo queda.

 

Me interesó poco la obra de Iggy Pop, como digo. Reconozco en su unión con David Bowie algún producto reseñable como The idiot, un trabajo curioso en el que se perfilaban algunos aires previos a lo Kraftwerk y a la electrónica germana de la época, pero más cosas me llamaron la atención. Incluso soy capaz de retrotraerme al tiempo de su Raw power y encontrar en él argumentos temporales de valor cierto, intrínseco al tránsito de dos décadas fundamentales para la música rock como fueron los 60 y los 70. Poco más, lo cual digo con contricción. Nunca me interesó su violencia epiléptica y su desbordante energía escénica, que las sigue teniendo y causan furor entre sus seguidores. Es cierto que ya no vomita escatología en sus conciertos, pero sí lo es que conserva la coquetería de su torso desnudo y su aparente buena forma, acreedora toda ella de un elemental pacto con el diablo que parece haber suscrito. De hecho, siempre reconoce que le resulta inevitable pactar con él y renovar el acuerdo año tras año.

 

Si la leyenda no lo devora, y de momento no parece, Iggy Pop nos seguirá resultando interesante a los pacientes seguidores del rock, esos que nos resistimos a caer en ningún tipo de decepción ante los actores magnéticos de nuestra época.

 

aprèsHa sido ahora, bien entrado en el siglo XXI, cuando este tipo de Míchigan, con tesitura de barítono borracho, ha tocado a mi puerta y ha hecho que me rasque 8,90 euros de mi bolsillo para bajarme de iTunes Store un trabajo suyo después de que me alertara de ello mi amigo y avisador José Luis Salas. Se titula Après y está cantado en un correcto francés entreverado con su inglés natural. ¡Quién iba a pensar que un cabrón con pintas como este tío iba a grabar canciones de Edith Piaff o de Joe Dassin o de George Brassens! Hace unos años nadie lo hubiera supuesto; pero los cracks suelen hacer estas cosas, volver a la infancia, a lo escuchado en sus años de molicie incierta, al tiempo en el que todo estaba por definir. El nuevo disco de Iggy Pop será clasificado como una obra menor destinada a hacer caja, pero es un tembloroso homenaje al cuarto de atrás recuerden a Martín Gaite en el que se guardan memorias vaporosas y conmovedoras dignas de estudio. La resistencia punk que todavía queda por ahí vomitará a su paso como si se tratase de un desfile de monjas Clarisas, pero el disco es conmovedor a más no poder, incluido su esfuerzo romántico y rebelde por hacerle la guerra a las discográficas convencionales. No digo que tenga razón en su pelea, pero resulta un punto coherente con su leyenda. Es lo mínimo que se les puede pedir a los que se resisten a la inevitable ancianidad que nunca habrá de llegar. Es un consejo: escúchenlo.