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Carlos Herrera  
El Semanal, 25 de enero de 2004
Un turista en Laponia (II)

Laponia, allá en el mismo Círculo Polar Ártico, es un sitio en el que hace frío. Al menos en diciembre. Mucho frío. Tiene dos o tres horas de escasa luz en invierno y casi ninguna de oscuridad en verano, lo cual, en contra de lo que pudiera parecer, no ha vuelto locos a sus afables y obsequiosos moradores, ciudadanos hechos a la idea de que cualquier día pueden quedar congelados en el mismo momento de ir a comprar el pan --que, por cierto, no es malo-- y de que a los visitantes que arriban a sus predios mucho les tiene que gustar la nieve y la temperatura cercana a la de la hibernación como para arriesgarse a perder varios dedos de los pies montados en un trineo tirado por perros. O por renos. Que de los dos hay y en los dos hace el mismo frío. Por si fuera poco, el agradable verano de veinte grados está amenizado por una ingente cantidad de mosquitos que hace que los mismos cérvidos busquen refugio montaña arriba y que los humanos hayan desarrollado hasta la perfección la fabricación de repelente.

Teorizaba la semana anterior acerca de la diferencia de actividad que desarrollan un turista y un lugareño en un mismo escenario. Efectivamente, a ningún lapón he visto yo cenar en el desagradable restaurante de hielo en el que te dejan los taxistas entre risitas mal disimuladas o comer en la célebre granja de renos donde un tipo vestido de indígena desarrolla para ti una supuesta ceremonia ancestral en la que te elimina el estrés gracias a la asombrosa capacidad curativa del polvo de cuerno de reno. Allí sólo vamos los turistas, como a diversos tablaos de Madrid sólo van los japoneses a los que les toca salir de gira (Japón es tan pequeño que, con tanta gente, no tienen más remedio que mantener una permanente colonia de ciudadanos dando vueltas por el mundo). Uno sonríe viendo a los turistas en su país y luego, cuando contrata “vacaciones de aventura”, se convierte en algo parecido pero a treinta grados bajo cero. Eso cuando no sale al confín más apartado y, sin imaginarlo, se encuentra con los Pérez. Conozcan la escena: barco rompehielos en los escondrijos del Báltico, grupos de visitantes hábilmente acarreados por guías locales, turistas envueltos en varias capas térmicas de abrigo… Sube uno la angosta escalera que separa las dos cubiertas en las que sólo se oyen idiomas confusos para el oído de un castellanohablante mientras aclara el día por la delgada línea de amanecida polar, cuando, de repente, escucha a su espalda un inequívoco… “¡Coño, Macarra, pero tú por aquí!” (en aquellos años universitarios, no concibo por qué razón, yo era conocido en nuestra pandilla como “Macarra”. Corramos tupido velo). Los Hermanos Pérez. Uno de ellos dentista en Mallorca, el otro, abogado en Barcelona, experto en marketing, amigos del alma con los que analizar apasionadamente la tortura parsimoniosa a la que se somete al turista en cualquier rincón del globo: ¿cómo es posible que se organice una fiesta de fin de año la noche del treinta y uno de diciembre, en Laponia, al aire libre?. La temperatura rondaba los veintiséis grados bajo cero y los turistas disponían de unos supuestos chamanes que adivinaban el futuro escudriñando en la figura que queda tras calentar al fuego y enfriar en agua una herradura de estaño; un grupo de coros y danzas locales interpretaban tradiciones bailables de la zona y, curiosamente, no se congelaban en el trance; los asistentes parecían estar bailando también, pero sólo eran movimientos casi tetánicos para superar el frío… ¡Qué maravilla de nochevieja!.

Los finlandeses, entretanto, estaban pasando el año en sus casas, abrigados y calentitos, o bebiendo en los pubs de Romanievi. A ninguno en su sano juicio se le ocurrió pasarse por el descampado helado en el que unos cuantos majaretas hacían el ridículo en virtud del interés turístico. A la par, Javier Capitán --que fue quien me aconsejó el