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Carlos Herrera  
El Semanal, 29 de abril de 2012
Un día de abril, veinte años atrás

 

Era una mañana de abril de 1992. En Sevilla llevábamos años viendo o intuyendo que en la Isla de la Cartuja se movían tierras, salían y entraban camiones, se reperfilaba el paisaje y se construía algo a lo que, en verdad, éramos un tanto ajenos. Un espectador taurino le espetó al gran Curro Romero en la Maestranza –un año antes de la Exposición–, en una tarde de aquellas en las que las cosas no le salían al Faraón como él quería, una frase que hizo fortuna: «¡¡¡Curroooo: tiés más cuento que la Expo!!!». Sinceramente creíamos que lo de la Expo 92 era uno más de los muchos ejemplos del malditismo hispano y que en torno a ella no hacían sino crecer los negocios irregulares y el cuento eterno del pavoneo empresarial y social. Estábamos equivocados casi todos. Cuando vimos que la carretera se desdoblaba definitivamente, que el aeropuerto crecía, que el tren de alta velocidad llegaba a Santa Justa –Madrid-Sevilla en menos de tres horas: ¡imposible!–, que el muro de la calle Torneo se derrumbaba, que nacían puentes sobre el Guadalquivir, que se mejoraban los accesos y que del interior de la Isla llegaban voces que hablaban de los prodigios construidos, empezamos a pensar que aquello iba en serio. Nadie consideró posible que todas las obras estuvieran acabadas para la fecha señalada, pero lo estuvieron. Nadie consideró que los sevillanos fuéramos a solicitar masivamente el pase válido para los seis meses de Exposición, pero lo hicimos. Al final, aquello que se inauguraba en aquella soleada mañana de abril lo salvaron los propios sevillanos, que hicieron de maravilla el papel de extras. De fuera llegaron millones de personas –que tenían que pagar salvajadas por dormir en los hoteles de la ciudad, que se hincharon a manos llenas mediante tarifas abusivas–, pero fueron los lugareños los que llenaron a diario la muestra. Y más felices que nunca. Y sorprendidos por la maravilla que allí se vio.

Porque lo que se inauguraba aquella mañana de abril de 1992 era una maravilla magníficamente organizada, limpia, asombrosa, espectacular, moderna, inusitada en la España de final del siglo pasado. Las colas en los pabellones de los diferentes países podían consumir la paciencia de cualquiera, pero se aguantaba estoicamente. Los precios de los restaurantes de los mismos pabellones eran, en algunos casos, prohibitivos, pero se hacía un esfuerzo y se probaba. Había quien podía cenar en el restaurante de los vascos o de los franceses y había quien tenía que llevarse el bocadillo de casa –debidamente oculto, ya que la organización lo impedía para que así se gastara el personal el dinero dentro–; había quien consumía dos días en verlo todo de nueve de la mañana a doce de la noche y había quien se pasaba un par de horas por la tarde a dar una vuelta o a ver el espectáculo Azabache, que ¡diariamente! juntaba en el Auditorio a Rocío Jurado, Nati Mistral, Juana Reina, Imperio Argentina y María Vidal. Había de todo y lo hubo durante veinticinco semanas.

Es indudable –y parece desgraciadamente inevitable– que al calor de muestras de este tamaño proliferen irregularidades y que más de uno quiera aprovechar el curso del agua para rellenar su botijo, pero aquel día de abril y a la hora en punto se abrieron las puertas y los españoles tuvieron razones sobradas para sentirse orgullosos de lo que su país podía hacer. Junto con los espectaculares Juegos de Barcelona, celebrados a la par, la Expo de Sevilla significó un tanto indudable en el haber del país; por otra parte, agitó la ciudad lo suficiente como para hacerla irreconocible: la Expo fue un evento que solicitó un gobierno de la UCD, pero fue el impulso y decisión inequívoca de los gabinetes de Felipe González los que la hicieron definitivamente posible. Ese reconocimiento es mezquino negarlo.

Por demás, guardo un recuerdo añadido inolvidable. Un 30 de julio, dando cuenta en el Pabellón de Hungría de una razonable comida en compañía de Jorge Prádanos y mis compadres Anacleto y Elena, llamó Mariló Montero reclamando mi presencia de inmediato. A las pocas horas nacía mi hijo mayor, Alberto, en una noche de tórrido calor sevillano. Fue nuestra particular aportación al prodigioso año 92.