HACE seis años que se estaba peleando por este contrato, una cosa de nada, más de seis mil quinientos millones de euros. Los árabes querían unir La Meca y Medina, cuatrocientos y pico kilómetros, a una velocidad de trescientos veinte por hora. Un paseo entre dos ciudades santas del Islam que reciben cerca de tres millones de criaturas al año en forma de peregrinos. Ahora, que nadie compra nada, que ni el más rico encarga una obra de reforma de cuarto de baño, conseguir para un consorcio de empresas españolas un acuerdo de estas características es como un pequeño respiro entre el ahogo al que la actualidad económica nos somete a todos. A la par que Bruselas nos retuerce el pescuezo con la recapitalización de la banca y el recorte de la deuda, nos llega la noticia de que Renfe, Talgo, OHL, Indra, Adif y un puñado de empresas más, hasta diecisiete, le va a pegar un bocado gordo al presupuesto saudí. Como digo, un respirito. Es de imaginar que lo mismo que los nuestros, otros consorcios de diversos países han rondado al moro con el mismo deseo: se sabe que llegamos a la final en dura competición con los franceses, que algo saben también de ferrocarriles. Pero se saben varias cosas más: la oferta española no era tan cara y técnicamente estaba bien construida. La solidez de Alstom-SNCF es indiscutible, pero la experiencia de Talgo, por ejemplo, que ha vendido trenes a EE.UU., Rusia, Kazajistán y Uzbekistán, es suficiente como para inclinar la balanza. El Talgo conocido como «El Pato» será, finalmente, el que viaje entre ambas ciudades merced a las treinta y cinco unidades vendidas. El resto de empresas se encargarán de señalización, mantenimiento y otras hierbas.
¿Y por qué se les ha ganado a los franceses, que normalmente se lo llevan casi todo? Por varias razones, entre la que no es despreciable la de que aquí se hacen bien las cosas y la de que en tema de trenes se nos pueden dar pocas lecciones. Y por algo más, que tiene nombre propio: Juan Carlos de Borbón, Rey de España, el mejor mediador internacional que ha tenido la historia de nuestro país.
Desde la pasada Navidad se daba el contrato por perdido. Sarkozy había desplegado decisivas maniobras de presión coincidiendo con el tiempo en el que la agenda del Rey quedaba sensiblemente adelgazada como consecuencia de aquellos problemas de salud motriz por los que tanto se enfadaba si se le preguntaba. Las gestiones de seducción política correspondían al gobierno, concretamente a Exteriores, que evidentemente hizo lo que pudo, pero que no eran comparables a la apisonadora francesa, con su «grandeur», su mantequilla y sus diversas solvencias. Hasta que intervino Don Juan Carlos, cuya proximidad casi familiar a los monarcas de aquellas tierras y su indiscutible ascendente internacional labrado año a año hicieron el resto. Ignoro cuantas llamadas, cuantos mensajes, cuantos recados, cuantas cartas han viajado de Madrid a Riad, pero las que se hayan emitido han sido decisivas para otorgar al consorcio español la justa adjudicación a su magnífico proyecto.
El Rey, una vez más, ha demostrado que genera más de lo que cuesta y que se gana la titularidad partido a partido. Su participación, siempre forzosamente discreta, en gestiones que tienen que ver con la trascendencia internacional de España ha aportado a los intereses generales —y también a los gubernamentales— no pocos beneficios. Algún día se conocerán todos, pero antes de que eso ocurra, convendría no ser cicatero en el reconocimiento a su trabajo. No es necesario convertirse en un cortesano baboso permanentemente dispuesto al besamanos —«besahuevos» en feliz acuñación de Antonio Burgos— para convenir que, visto lo que hay, menos mal que nos queda el Rey.