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Carlos Herrera  
El Semanal, 16 de octubre de 2011
Un paseo por Menorca

Menorca siempre vale un paseo. Pero no es la isla balear la que hoy nos ocupa, es la calle Menorca de Madrid, clavada a un costado del Retiro y sembrada de lugares apasionantes para la pitanza y el copeo. Madrid es un caleidoscopio soberbio e inacabable, y cualquier rincón puede albergar un templo injustamente desconocido: siempre se cita San Sebastián, Vitoria, Sevilla, Córdoba, Alicante, Santiago como lugares en los que una esquina cualquiera puede cultivar la sorpresa en forma de excelencia, unas sardinas por aquí, un montadito por allá, un pincho por el otro lado.

En cambio, a Madrid se lo deja para los grandes clásicos de la cocina, para la comida empresarial, para los restaurantes que se ponen de moda y pasan como un suspiro... cuando Madrid esconde perlas sorprendentes y lugares serios, muy serios, de comida cotidiana, diaria, buena y asequible. Lorenzo Díaz, el Mítico Llorens, historiador del tránsito gastronómico de la Villa y Corte, me robó la cartera la pasada semana en su barrio: por aquella zona de Madrid siempre me he dejado caer por la mejor cocina asturiana de España, que es la que Paco Rodríguez prepara con esmero en La Hoja, casa en la que todo es exuberante y sabroso (otro templo asturiano en Madrid es La Copita Asturiana, por la Latina, donde no conviene ir sin hambre) y en la que la calidad es tan constante que parece inverosímil. Esa mañana, haciendo tiempo para salir en AVE hacia Málaga, Lorenzo me asombró con dos lugares insuperables: Catapa y la taberna Laredo; ambas, en la calle Menorca y casi frente a frente.

Catapa es un nuevo y sorprendente refectorio manejado con primor por Miguel Ángel, joven artesano de la cocina que en dos pinceladas se me reveló como un maestro: una tortilla de patatas y un steak tartare. Madrid, como tantos otros lugares, es una ciudad llena de tortillas de patata voluntariosas pero pétreas, insaboras, secas, gordas, insípidas. Muchas son espectaculares en altura, hechas con setenta huevos, de manejo imposible y con aspecto de gran obra de ingeniería... pero no valen un duro.

Con la tortilla de papas pasa como con la paella: las hay en muchos lugares, pero la mayoría son intragables. El mejor piropo que puedo decir de la de Catapa es que me recordó a la de doña Blanca, mi señora madre y gran artista del fogón: con sabor justo a aceite, con la patata en la cochura justa y con un aspecto jugoso muy superior al de la media. Un primor, vamos. En nombre del steak tartare, como saben, también se han cometido muchos desbarajustes: puedo asegurarles, en cambio, que el de Catapa es una pequeña excelencia, un jugoso encuentro entre la carne y lo que le cuelga que deja un recuerdo imborrable.

En la misma calle me quedé con las ganas de dedicarle unos minutos a La Hidalguía, donde me aseguran confeccionan el mejor morteruelo de Madrid y una de las mejores ensaladillas, obra esta última en nombre de la cual también se han cometido crímenes, pero el tiempo apretaba y no debía dejar de probar el cochinillo confitado de la taberna Laredo, lugar en el que siempre hay que reservar y conformarse con una mesa alta junto a la barra si no hay otra cosa. Pero no importa, la visita está justificada, la bodega es magnífica y la carta, sugestiva como pocas. Y el cochinillo confitado... es un bocado incomparable, a la altura del mejor que he comido hasta ahora y que se encuentra en el insuperable Europa de Pamplona, templo de los hermanos Idoate.

Madrid bien vale mil paseos. Esa calle y la colindante Ibiza están llenas de placer en barras y mesas, esos lugares de comedores recoletos y espacio bien aprovechado, como hace el maestro Trifón en la calle Ayala, que en pocos metros es capaz de convertir un fogón en un palacio de sabores incontestables. Me queda mucha calle Menorca por recorrer y, si toda es igual, me quedo a vivir en ella.